Hace unos años, un familiar me espetó con enfado que a él no le habían enseñado “a analizar películas” en la escuela y la universidad. Hice una referencia a un giro de guión en el último tercio del film que comentábamos y cayó en la cuenta, se lo explicó todo. En la escuela no tienen por qué detenerse en asuntos tan específicos, basta con que nos ayuden a saber pensar. De esta cuestión va principalmente este tiempo: que no pensamos suficientemente, o no se nos permite discurrir por nuestra cuenta; hasta discrepar parece estar socialmente castigado y, aún más, ir a contracorriente. Así que cada día se nos achica ese espacio que llamábamos esfera pública o ágora: poder reflexionar, y luego opinar sin traba y debatir sin ser acusados de que nuestras palabras y juicios encierran un interés concreto, bien sea económico, político, de creencia o afiliación. De esta manera, se nos va negando de facto pensar y expresarnos con libertad: somos (o debemos ser) eslabones de una larga cadena de irreflexión que se impone con el látigo de la amenaza y el miedo. La mayoría, o eso me parece, ya cree que buena parte de nuestras manifestaciones y opiniones no son más que la aseveración de nuestros intereses privados, como afirma el escritor José Luis Pardo en un reciente artículo.
En estas circunstancias, quien más posibilidades tiene de ganar en la batalla de los intereses es el que pega más fuerte, quien logra arrinconar al semejante con el argumento más sencillo y tremendo, por ejemplo: “El gobierno utiliza a la guardia civil y la policía para censurar (…) España es una inmensa cárcel chavista”. Lo más llamativo, sin embargo, no son las baladronadas de algunos dirigentes políticos, como es el caso, y que algunos, una facción o todo un partido político insistan en el mantra, sino que logran con relativa facilidad y en poco tiempo (parece que el terreno está abonado) que los crean mucho más allá de su propio entorno ideológico. Lo asombroso, además, es que cada vez más personas sin adjetivos (toda clase de personas), dan por ciertos (o les hacen dudar) los bulos más disparatados y las medias verdades, esos que van contra toda lógica y que ni siquiera aparecen en el catálogo de delirios del psiquiatra.
“Nuestra abstinencia de pensar viene de más atrás”.
Con facilidad culpamos a las redes sociales y su diabólica rueda tribillonaria de titulares e imágenes diarias: la diarrea de un mundo que digiere fatal. Pero éstas son solo una parte de la epidemia de irracionalidad y codicia; de egoísmo, miedo y narcisismo. El mal – nuestra abstinencia de pensar – viene de más atrás, quizás desde el momento en el que algunos poderosos dijeron, y se extendió por el mundo: “Hay riqueza para todos, solo hace falta que te esfuerces más que el compañero para obtenerla”. Ese sobre esfuerzo pronto deja de ser competencia lícita para convertirse en lucha encarnizada sin reglas en todos los ámbitos humanos y, muy singularmente, en el económico y político.
Tenemos un ejemplo muy claro de cómo se explica “con lógica” nuestro temible barullo nacional. Desde el mismo momento en el que el Gobierno de España declaró el estado de alarma, con la intención de proteger a la población de esa epidemia galopante y mortífera del coronavirus, la fragua de Vulcano se abre de par en par para permitir que sus rayos disparen contra La Moncloa y delegaciones ministeriales. Algo insólito observado desde la sensatez: un ataque desmedido contra el gobierno cuando éste acude con enormes limitaciones propias y prestadas a atajar una moribundia extrema. Y en estas se insiste. Ahora, el sonido de las sirenas de alarma es más insistente en los alrededores del Ministerio de Sanidad. Si calcinan al triste de Illa, Pedro Sánchez habrá hincado la rodilla sobre la lona y un imaginario árbitro comenzará a recitar la cuenta de diez: uno, dos, tres… Tenía razón mi familiar: en la escuela no enseñan a entender las películas.