
Nuestra España institucional y política es una yincana interminable: no encuentra el hueco por donde salir del enredo en el que está peligrosamente sumida desde hace demasiado tiempo. No somos (y no es consuelo) una excepción: el mundo desarrollado, y aquel que aspira a serlo, atraviesa por trances parecidos. Incluso teniendo poca memoria, se nos vienen a la cabeza innumerables ejemplos.
En nuestro mundo, eso sí, continúa marchando la economía y sus principales impulsores: el capital y los jinetes que lo espolean están más sueltos que nunca en la historia. Tan libres de manos van que se van quedando con las atribuciones y competencias propias de los Estados, sus gobiernos e instituciones democráticas: seguridad, protección y salvaguarda de la intimidad; control de pagos y gastos; regulación y normas del comercio mundial; dirección ideológica de las rutas del mundo y crecientes constructores de su “única conciencia”.
Mientras todo esto ocurre, somos incapaces de formar un gobierno y el conflicto catalán se internacionaliza (deja de ser una cuestión interna española). Esta parte de soberanía judicial, que de forma voluntaria entregamos a la UE, viene ahora a corregir un fallo del Tribunal Supremo, que desautorizó la toma de posesión de su escaño de diputados europeos a Junqueras, Puigdemont y otros. El Supremo deberá en pocos días comunicar cómo ha hacerse efectivo el auto.
Un traspié judicial más en este endiablado baile de togas donde el gobierno de Rajoy delegó el conflicto catalán al no querer asumir políticamente su gestión. Un revés que se produce en la recta final (?) de la negociación para la investidura a presidente de Pedro Sánchez y que por la naturaleza del fallo (Junqueras y Puigdemont, eurodiputados con todos sus avíos), los separatistas celebran como una victoria de la justicia europea (democrática) sobre la española (autoritaria).
«El conflicto territorial, lo queramos o no, continuará ardiendo».
Cosa diferente son las consecuencias políticas que va a tener. De momento, frena los posibles acuerdos para la investidura, aunque es muy probable que a la postre sirva para que el diálogo político sobre el envite catalán se acelere acortando tiempos de debate sobre las diferentes materias. No es lo mismo negociar con encarcelados y huidos que con líderes políticos en el Parlamento.
De otra parte, el auto del Tribunal de Justicia Europeo encona la oposición de las derechas. Si antes de conocerse la determinación de Tribunal europeo, la presidenta popular de Madrid denunciaba que Sánchez pondrá al frente del ministerio del Hacienda a un etarra, aterra imaginar qué dirá cuando los socialistas hablen con Junqueras en torno a una mesa dentro de un palacio. No son pocos los que pronostican que esta enésima caída en nuestro interminable Gólgota es la señal que necesitaba Pedro Sánchez para dar su (¿último?) y más arriesgado volantazo.
Todo es posible. Parece que la península ibérica, tan baqueteada en los últimos años, no termina convertida en esa balsa de piedra perdida en el océano con la que fantaseó José Saramago, y buena parte de los países más desarrollados del mundo vienen pedaleando casi sin gobiernos nacionales. Claro que los grandes errores políticos que no tienen consecuencias inmediatas terminan cobrándose el peaje tiempo más tarde. El conflicto territorial, lo queramos o no, continuará ardiendo.