A la capital castellana se le solía llamar fachadolid (aún ocurre) con cierta malicia y un punto de guasa. El sobrenombre, sin embargo, no viene de muy lejos. Se extendió en los últimos años 70 cuando el ocaso del franquismo tuvo en la capital del Pisuerga una cierta resistencia: policías conniventes con nostálgicos del régimen y flamantes Guerrilleros de Cristo Rey provocaron no pocas escandaleras con palizas añadidas y asaltos a bares de rojos asomando de nuevo la pistola.
Llovía sobre mojado porque del terruño fue antes el mártir Onésimo Redondo; prohombres del falangismo y la dictadura, como Girón de Velasco; y peculiares ultras como el gobernador Romojaro (“no me beses con descaro que nos multa Romojaro”, escribía con sorna años después Francisco Umbral, hijo de aquella ciudad).
Con todo, su derechismo franquista no es más singular o destacado que en otras ciudades, solo tronó algo más en el momento en que sus seguidores lloraban a Franco. La mejor prueba es que, con las primeras elecciones municipales democráticas, se dieron un alcalde socialista, Tomás Rodríguez Bolaños, ya fallecido, con el que la ciudad tomó la nueva andadura hacia la que hoy es. Detuvo como pudo la piqueta que acababa con los pocos palacios y casonas nobles que aún quedaban en el centro, y comenzó a dar sentido a una ciudad a la que la especulación urbanística de los 60/70 atacó como bandada de alcatraces.
Al poco tiempo, Valladolid sonaba con otra melodía, y de los múltiples baretos, chiscones universitarios y otros de tránsito del villesco o parada de obreros, pasó al restaurante de mantel, la barra repleta de pinchos y el vino por inundación. La recién nacida denominación Ribera del Duero comenzó a surtir marcas y botellas por miles que pronto logran cambiar el olor, el color, el ánimo y el ambiente de gran parte de su extenso centro urbano.
Pasear por varias de sus calles un viernes a la hora del aperitivo en día fresco y calmado es catar por la nariz todos los matices del Ribera: frambuesas y grosellas, moras y violetas jóvenes y potentes. Valladolid, entonces, es una bodega abierta que destapa los corchos de sus toneles.
Quedarse en el barrio
En torno a este centro báquico se ha desarrollado una gastronomía pujante, rica y un punto soberbia. Muchos de sus restaurantes se lo merecen, aunque a cambio, han disparado el alquiler y el suelo hasta el cielo. ¿Quién puede abrir algo ahí?
Así que, al compás de la migración del vallisoletano del centro a las múltiples promociones de viviendas en la periferia (Parquesol y más), inversores y cocineros arrojados abren nuevos espacios con ideas frescas y llenas de sorpresas y comodidades.
Uno de esos hallazgos es el restaurante Gabi García (Vereda, 2). Está situado en uno de esos ramales por los que se derrama el Paseo de Zorrilla cuando se pierde al sur de la ciudad en una especie de delta urbano. Es pequeño y luminoso: cristal y mantel blanco. Y se come de cine. Una carta relativamente corta y sin perifollos literarios; recetas conocidas con la evolución adecuada para que sean de ahora; productos de calidad y una cocina que se sirve al momento.
Era viernes y tomamos media ración de potaje de siempre y diferente, unos espárragos frescos del tiempo y unos canelones de carrillera de buey sensacionales. A nuestro lado, dos chicas disfrutaban de un carpaccio de lubina y luego chillaron (literal) el coulant de chocolate. Se puede hablar y no es caro.
Experiencias como la de Gabi García se vienen produciendo en casi todas las ciudades “no vacías”. Los centros históricos están imposibles y la gente vive en las nuevas periferias. Muchos de ellos ya no toman el aperitivo o cenan los festivos en el centro, se quedan en su zona, en su barrio. Y, además -como es el caso que comentamos – muy bien y un 30% más barato que en el casco urbano atormentado por el personal.