
Era una perrilla manchada de canela y blanco recio. En mi ¿recuerdo? siempre fue joven. Estaba junto a ella con una de mis primas, más pequeña, en una esquina soleada, que partía dos calles, apoyado sobre una piedra de mi altura, fuerte y rosada. Me noto algo inquieto, quizás a causa de estar alejado de mi ambiente natural y cotidiano. Otras calles, otros familiares, y un aire más denso, más desconfiado, quizás más insano. Inseguro. No recuerdo rostro alguno, solo a una mujer joven, resuelta y alegre, planchando, que se dirige a mí con suficiencia y desapego. Como diciendo qué hace este aquí. Tenía un vestido alistado en blanco y gris, largo y muy ancho. Mi ¿recuerdo? no llega mucho más allá, solo puedo recuperar lo que acabo de anotar. Noto, eso sí, pero solo en algunas ocasiones, que no me separo de la perrita en ningún momento; que agarro con firmeza su collar de cuero y ella me lame el brazo.
El momento en que vivo este ¿recuerdo? es impreciso. Durante mucho tiempo creí que se trataba del día en que nació mi hermano. Entonces las madres parían en casa. Pero más tarde supe que no era cierto. En ese tiempo, verano del 59, yo tenía cuatro años y ocho meses, y daba por seguro que me llevaron a casa de mi abuela paterna “para que no viera”. Pero no fue así, todo ocurrió bastantes meses antes de agosto del 59, coincidiendo con el nacimiento de una de mis varias primas. En una conversación de verano y patio con mi madre pocos años antes de que muriera, ella desmontó el relato de todo aquello que daba por seguro.
«Esa perrita, la Manchá, murió muy jovencita. La arrolló el coche correo en la carretera de los Arenales. Tu hermano aún no había nacido y puede que ni siquiera estuviera encargado. Tu recuerdo va a venir de cuando padecí uno de aquellos dolores de riñón tan tremendos y tu padre te llevó a la casa de la otra abuela».
Quién sabe. Lo que sí pudiera ser cierto es que me recuerdo inquieto, puede que triste y, casi con toda seguridad, asustado. Pero la Manchá lamía mi mano, era su forma de dar besos.