Profundizar en los recuerdos más allá en el tiempo de nuestros tres o cuatro años suele llevarnos a encuentros con fabulaciones. He intentado llegar en numerosas ocasiones a ese tiempo, pero solo me llegan con cierta claridad algunos ecos (imágenes vaporosas) de los cuatro, cinco o seis años y, en la mayoría de los casos, rescatados tras bucear en la memoria de familiares y amigos. Solo compartiendo sensaciones con ellos he logrado encontrar imágenes precisas y palabras del pasado remoto rotundas y seguras, aunque no sé si cercanas a la complejidad de lo real. Más atrás en el tiempo de los tres o cuatro años, pienso que aún somos solo pequeños cerebros madurando bajo la promesa de ser cuerpos y mentes humanos mañana.
Después de años -seguro que más de diez- atendiendo a las ráfagas imprevisibles de mi ambición que busca hilachas mínimas de aquel tiempo lejano de la inocencia, puede que no haya encontrado nada que consuele mi búsqueda. Mas, ¡qué carajo!, me ha servido para alborotar una cierta necesidad dormida, contarme cuentos y, acaso, inventar para mí un nido remotísimo quién sabe si de confort.
Tras estos años de vaivén en el cedazo imaginario que trato de cribar de aquel tiempo de vapor, van quedando, en inestable apariencia, contadas fábulas que indicarían, quizás solo en apariencia, mínimas revelaciones, acaso amagos imprecisos y borrosos de posibles certezas o, siendo muy optimista, el rastro primero del conocimiento de algunas emociones difusas tras el impacto físico de una luz, un viento, un frío…
He retenido no en la memoria, sino garabateado en trozos de papel, mi debate con ella, como giróvago del instante, lo poco que he encontrado en ese fabuloso manglar de la memoria en el que todo fluye, llega y escapa y reaparece y se transforma y miente y se pierde.
Una lágrima
Desde siempre -el tiempo no manda en estos asuntos-, mantengo el ¿recuerdo? de una lágrima transparente y fresca que, sin dolor, se mantiene frágil y traslúcida en el lagrimal de mi ojo izquierdo. Jamás se ha movido de ese lugar; no ha mutado y no me ha dado otra información que una imagen sobre un fondo de papel del pasado, el asomo de un moflete y, en ocasiones, algo así como la presencia de una mueca.
¿Podría tratarse del recuerdo de un llanto? Pero no hay dolor, ni alegría, ni espacio ni tiempo, solo una lágrima fresca detenida siempre bajo el lagrimal de mi ojo izquierdo.
Hace bastantes años pregunté a mi madre por ella.
«No fuiste un niño llorón», me dijo. «Solo cuando estabas malito cogías algunos perrengues».
La lágrima no traslada emoción alguna, pero de haberse producido a causa de un dolor o un berrinche, debería notar su caricia de zarza en el pecho. Y nada de ello sucede.
Existe una foto familiar en la que aparecemos los tres hermanos enjaezados de domingo para el acontecimiento inmortal. Aparezco con una muñeca muy apretada contra el pecho, casi como si acabara de secuestrarla. Y la cara cincelada con la mueca de un llanto.
Pero esa lágrima no aparece en la fotografía; no puede ser hermana de las derramadas en aquel momento porque ellas transmiten señales claras de rabia, dolor y un punto de desesperación.
Una lágrima trasparente y fresca y suspendida y quieta que no recuerda nada. Es literatura o fantasía o sueño, sí, y también es real. No me conmueve, ni preocupa y por nada destaca, pero la mantengo eterna en el vago aparecer y ocultarse de la memoria como una estampa sin más credenciales que su imagen inamovible y hasta impávida.
La memoria, ese laberinto que es la memoria, me dejó en herencia el detalle de una lágrima que bien pudiera ser solo una gota de ese océano inmensurable e insondable del que se alimenta.