
El abuelo llamaba pájaros a los perdigones y las perdices. Los cuidaba con mimo. Les hablaba. Introducía su dedo índice entre el envarillado de las jaulas para acariciar sus cabezas y remover el plumón de las pechugas. Ellos se dejaban hacer, pero solo con el abuelo. Yo lo intentaba, aunque se alborotan y revoloteaban con solo acercarme al hastial de las jaulas. Eran seis u ocho pájaros a los que, en ocasiones, acompañaba alguna paloma o tórtola para el reclamo. Estaban anclados bajo la parra moscatel mirando al este del amanecer. Es una imagen recurrente de mi niñez. La tengo muy presente. La veo como si fuera una postal pegada en el alma. Seguramente fue real.
Vi a mi abuelo José -¿será cierto?-, protagonista de la siguiente escena. Abría la portezuela de una de las jaulas con tiempo de parsimonia. Decía algo así como: “Bichuelo, bichuelo. Vamos, vamos, estate quieto”. El bichuelo era el perdigón de la esquina; el machito alfa; el engallado cantarín que se amagaba manso en el momento en que el abuelo introducía la mano derecha en su jaula. Despacio, con lentitud impropia, lo tomaba por el lomo y, con pasmosa rapidez, quedaba atrapado por el pecho con su mano izquierda. El pájaro, quieto, solo movía los ojos con un loco rolar en todas las direcciones. Mi abuelo le hablaba en un ininteligible murmullo con leves exclamaciones para calmarle, como se hace con los bebés.
Del bolsillo de su chambra azulona de dril lavado sacaba una tijera añeja y puntiaguda. El pájaro era en estos momentos una escultura a la que la mano del abuelo recortaba las alas con el cuidado de un dibujante japonés. Después, la cola; y al final, retocaba el pico. El pájaro, decía el abuelo: “Ya ha pasado por la barbería. Hasta el año que viene, machote”.
Sí, ya sé que esto podría ser perfectamente una recreación después de haber visto en seis, siete, cien ocasiones estos quehaceres. Mas, un día ya bachiller y fumando a escondidas los dos -el abuelo tenía enfisema pulmonar y le ayudaba en ocasiones a saltarse la prohibición alargándole un celtas emboquillado- me dijo que los pájaros los había descolgado “de debajo de la parra al poco de nacer tú; sin duda, no tendrías más de dos o tres años”.
“Pues yo te vi desde la puerta de la cocina trasteando con los perdigones”.
Se quedó dudando un instante. Dio una pequeñísima calada al cigarro y respondió sentencioso: “¿Y no será que siempre he hablado de perdices y perdigones; reclamos de paloma o tórtola y monterías y tú te has quedado con esa música?”
Ahora el confuso era yo: “Puede ser, abuelo, es que de pequeños tenemos que ver, conocer y asimilar tantas cosas que se nos amontonan en la cabeza hasta que, en ocasiones, parece un trastero”.