Japón, el país donde no ves papeleras

Aprovechando que nuestro país se encuentra sumido en el barro de la mentira y la esperanza malsana de los que ya olfatean el olor del pasado a la vuelta de la esquina, he dado el paseo de unos días por un mar de islas llamado Japón. Este país sorprende por la limpieza extrema de sus populosísimas e interminables calles sin papeleras. Las aceras y los numerosos servicios colectivos relucen como salones burgueses. La amabilidad, la atención y la tenue sonrisa no acaban nunca.

Es, sin embargo, un país de gentes tensionadas por una autoexigencia de organización y exactitud extremas. Allí no se entiende el fallo, simplemente se penaliza. Sus hombres y mujeres son ciudadanos atravesados por una responsabilidad personal máxima: un desliz, un despiste, un lapsus u olvido los descompone. Se vigilan a sí mismos: concentración total. Son orientales, claro, pero no chinos vigilados, numerados y exigidos las veinticuatro horas del día. Cada japonés lleva impreso en su ADN las palabras ‘servicio’ y ‘responsabilidad’. Su compromiso con lo colectivo es tan admirable como penoso el desgarro de sus vidas por mantenerlo siempre.

Claro que esta sensación parecida a la música levemente dramática apenas se aprecia, es solo un pálpito; la tenue sonrisa de la masa que camina o espera puede engañar nuestra mirada de occidentales. Sería necesaria una aproximación lenta y minuciosa para acercarse un tanto al latido de sus corazones y no digamos al imposible roce de las cicatrices más someras de sus almas.

Constituyen un pueblo muy distinto al nuestro; otra historia difícil de entender; otro idioma, otra literatura, una poesía que late en corazones tímidos y se extasía con el olor de una flor o las gotas que dejó la lluvia en el porche de madera de cedro. Pasaron en poco más de medio siglo (1860-1925) de una edad media casi eterna -sogunes, samuráis y esclavos-, a la revolución industrial de las máquinas -carbón, acero, trenes y poderosas armas de fuego-; de clanes rivales combatiendo entre ellos a invadir Corea, China y cientos de islas en el Mar de Japón y el Pacífico.

 

«Japón es belleza y organización».

 

El sintoísmo, que modela sentimiento y religiosidad de todo nipón, le regala el milagro de emocionarse con los miles de dioses y sortilegios que viven dentro de cada elemento natural. En cada flor habita y alumbra un dios y en todos los amaneceres se refleja una diosa. Son atlantes supersticiosos que trabajan con ahínco sobre la realidad más rastrera con la precisión de un maestro relojero. Extraños y mágicos para nuestra mirada y, al cabo, pacíficos ciudadanos que construyen a diario unos de los paisajes más bellos y armoniosos del mundo desarrollado.

Porque Japón es belleza y organización; un país de hombres y mujeres dispuestos siempre a la conquista de un metro cuadrado de terreno llano destrabado de cualquier montaña afilada de los millones de montañas afiladas existentes (todavía lomos de lava no domados del todo por el tiempo) repletas de numerosos y frondosos bosques de cedros, abetos, piceas… Allí donde se ve un claro de tierra, encontramos un cercado para plantar el arroz. Y sus miles de kilómetros de costa, embestida por el mar y otros toros de la naturaleza que erosiona, espacios alargados y kilométricos para la industria, el comercio y el transporte.

Este país, destruido por millones de toneladas de napalm (Hiroshima y Nagasaki son sólo dos terribles ejemplos entre centenares) en la II Guerra Mundial por la aviación y el ejército de Norteamérica, se rehizo casi milagrosamente en pocos años con la ayuda -y provecho también- de sus destructores americanos. Operó el mismo espíritu de sacrificio y ambición que los llevo a la modernidad en la segunda mitad de siglo XIX. En esa mochila de proyectos no olvidaron llevar de nuevo al espacio público parte de la belleza, armonía, sutilísima perfección y silencio que definen sus jardines, animan el ordenamiento de los bosques e inspiran la reconstrucción de palacios que escondían su pasado de refinada tradición señorial.

 

«Japón es el país más moderno del mundo».

 

Existen parques públicos inconcebibles en nuestro Occidente en sus ciudades y grandes poblaciones. Árboles, arbustos, matorral, estanques, piedra, luz, silencio y suntuosidad llegan hasta nosotros con el mínimo vuelo de una brisa como desfiles de naturaleza de alta costura. ¿Qué mente o designio prodigioso alcanza a la tijera del jardinero? ¿Qué inspiración hará posible que el agua juegue a distancia con el pino y el junco en una misma mirada? ¿Y por qué crean sombras que transpiran y no dan noticia alguna de sus flores hasta romper una mañana?

Han recuperado la memoria de sus viejos palacios y templos acaso sin atender demasiado a planos antiguos; parece que influyera más la inspiración de un viejo recuerdo colectivo. Señores feudales, sintoísmo y budismo (este más tarde) estuvieron allí desde casi siempre; desde ni se sabe cuándo hasta poco antes del siglo XX, que se quitaron las corazas guerreras, bajaron las espadas y dejaron de planchar con pan de oro los lugares sagrados de sus templos. Aquello que hoy se presenta como antiguo es mucho mejor que lo fue siempre.

Japón es el país más moderno del mundo y el más antiguo también, ya que sigue conviviendo con sus dioses de siempre como si tal cosa. Un viaje muy recomendable. Es un tren bala y la paz del cerezo; una tierra repleta de personas amables, educadas y discretas a las que, bajo la coraza de chico/a de manga e ingenua juventud, les late el corazón inquieto de una angustia palpitante. Habría que conocer bien su literatura y entender sus noches de enormes borracheras para comprenderlo mejor.

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