La vida desconocida de un rey

De la vida real del emérito se conoce poca cosa. Casi nada. Sin lugar a dudas, bastante menos que de su antecesor en la Jefatura del Estado, el dictador Francisco Franco. Este, aunque solo fuera por los millones de personas que le odiaron, atrajo la atención de todo tipo de enconos y millares de curiosos que buscaban si en realidad la boga que pescó pesaba 15 kilos. También un nada despreciable número de individuos que lo siguió durante años buscando con ansiedad y sin éxito esa milésima de segundo en que fuera vulnerable.

En realidad, solo han dado detalles de ciertos pasos cautelosos en favor de la apertura democrática (su contacto secreto con Santiago Carrillo, por ejemplo) y de su decisiva participación en la detención del golpe de Estado de febrero de 1981. Fuera de estos y algunos chispazos de noticia más, casi todo su reinado fue de loas y campechanía; de viajes programados buscando besamanos y aplausos del fervor ciudadano.

Es más que probable que, ya en los años noventa, numerosos ciudadanos sospecharan del empalago que producía tan larga etapa de vino y rosas; pero nadie, o mejor dicho, ninguna autoridad competente en el caso – digamos que presidentes del Gobierno – sintió la necesidad de “hacer algo”; aunque tampoco parece que se les pudiera ocurrir y menos aún consentir. Así que don Juan Carlos tuvo un reinado muy placentero hasta pocos años antes de abdicar. Solo tuvo el trastorno de tener que ocuparse de ocultar algunas ligerezas y descuidos, eso sí, con suma amabilidad y extraordinaria mano izquierda.

Ahora suenan voces de enconados políticos y de veteranos periodistas, como Sol Gallego Díaz, que afirma en El País de ayer domingo: “Que lo que exige explicación pública es quién y cuándo se tuvo conocimiento de que el entonces jefe de Estado disponía de cuentas en bancos y fundaciones extranjeras de las que no había notificado al fisco español. Eso exige una explicación rápida y no le corresponde darla al emérito, sino al Gobierno”. No le falta razón.

 

«La demora en poner coto a la inviolabilidad del rey no es buena noticia».

 

Pero don Juan Carlos, jefe de Estado con un mando simbólico, reinó como un soberano antiguo, con una liberalidad e inviolabilidad total. Sus íntimos le llamaban con sordina ‘el Sultán’. Nada más claro para definir y calificar a una persona. Bastantes editores de medios de comunicación y no pocos periodistas también oyeron, o fueron testigos, de algunas de sus historias de forma completa o a retazos. Tampoco tuvieron la pulsión de publicarlo.

La anomalía de Juan Carlos – a pesar de sus innegables aciertos – debería ser conocida, pues a estas alturas parece claro que no se va a rebajar a un mea culpa público. Pero ni siquiera él, y menos aún la opinión pública española más consciente, se merecen esa repulsa a lo Sálvame de los últimos días o la bazofia tuitera. Nos quedaremos – y ojalá sea cada día más rápido – con el volantazo de su hijo el rey Felipe VI que indica que va por otro camino. Aunque la demora en poner coto (definir) hasta dónde llega la inviolabilidad del rey no es buena noticia porque intranquiliza y no ayuda a que cauterice la herida enorme de la Casa Real, una institución clave del Estado. Como tampoco favorece el silencio de piedra (¿irresponsable? ¿cómplice?) de algunos expresidentes del Gobierno. Cabe pensar que creyeran que no era posible poner límites al rey, que simplemente consintieron porque quién afeaba la figura más relevante y reluciente del Estado o algo incluso más grave: no se enteraron.

Así que nunca hasta hace pocos años asomó su otro rostro. Me temo que periodistas de investigación e historiadores tienen un fenomenal filón del que extraer el terral oculto del emérito. Quién sabe si al final acaba para la historia como un Borbón más; como Isabel II o su abuelo Alfonso XIII. A estas alturas, lo que ocurra con él en los años de vida que le queden da un poco igual, pero necesitamos algo de verdad, solo eso. Y menos arrogancia de un señor que fue rey y que por tal se tiene.

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