
El mundo celebra una nueva conferencia mundial al objeto de tomar medidas contra el calentamiento global del planeta. Ahora, la discusión se ha trasladado a la ciudad británica de Glasgow. No hemos salido de la pandemia cuando, ansiosa, nos espera la otra gran amenaza del calentamiento de la Tierra. Preocupados por la herida mortal inmediata y concreta de la covid, nos olvidamos de la otra gran alarma que lleva décadas mutando los ritmos del planeta y, por tanto, trastocando los nuestros.
Esta amenaza de fuegos, tormentas, sequías y otras cocederas, que no quisimos ver hasta que la tocamos, como Felipe rozó con su mano la lanzada en el vientre de Jesús de Nazaret, ya es inevitable. Crece ora como una tormenta de arena cegadora, ora como sinuosa carcoma que se aplica en quebrar la raíz misma que fundamenta la naturaleza.
El mundo viene siendo alertado de manera creciente; la mayoría de científicos, pensadores y políticos conscientes se convencen de que se trata del reto mayor al que se haya tenido que enfrentarse el hombre desde que el ser humano se reconoce como trascendente. No es poco.
Nuestra segura y, al tiempo, tan simple fortaleza mental, fruto de grandes conquistas científicas y técnicas del hombre en los últimos dos o tres siglos, pudo hacernos creer que la amenaza del calentamiento la superaríamos como tantos otros retos (la contención del agujero en la capa de ozono, sin irnos muy lejos en el tiempo); que, al fin y al cabo, todo se concreta en eliminar humos de la Tierra, esos nublos que ahora todos llamamos CO2 o NOx.
«Ahora estamos casi imposibilitados para ganar la batalla».
Pero no es tan sencillo. Resulta que el mal de humos que padecemos es demasiado grande y tendrá (tiene ya) consecuencias irreversibles hagamos lo que hagamos, por muy bien y rápido que lo hagamos. Nos hemos acostumbrado a vivir, crecer y hasta soñar durante los últimos 80 años tan a lo grande y de tal manera, que ahora estamos casi imposibilitados para ganar siquiera la batalla a la inundación de plásticos.
Los más conscientes – asustados – responsabilizan a los gobiernos y a las grandes empresas contaminantes de no hacer lo suficiente para detener el smog que nubla nuestro mundo. Tienen bastante razón. Ocurre, no obstante, que los más convencidos en dar la batalla están persuadidos de que la principal dificultad para atacarlo – quién lo diría – se encuentra en que gran parte de los humanos en este tránsito quieren soplar y sorber al tiempo. Una encuesta publicada el pasado domingo por El País es bien expresiva: la gran mayoría de los españoles encuestados ve bien que suban los impuestos a las empresas contaminantes, pero rechazan que ocurra algo parecido con la gasolina o gasoil que ellos utilizan.
«Saben que el dueño de la energía controla el mundo».
Nuestra economía y nuestra manera de vivir y hasta de pensar está condicionada, casi dirigida e inspirada por el mundo del petróleo y los millones de economías clonadas en su entorno. Las grandes empresas – no tantas como pudiera pensarse – que extraen, transportan, refinan y distribuyen viven nadando en mares de dólares durante el último siglo. Nadie debería pensar que una sobrevenida conciencia ecológica les va a hacer bajar los brazos y dejar que la Tierra se pueble de molinos de viento, placas solares y enormes fábricas de hidrógeno.
Pelean – y se batirán en los próximos años – como tigres. Saben que el dueño de la energía controla el mundo. En su contra tienen la fea cara del smog que nos mata; y juega a su favor que poseen todo el dinero del mundo para competir en la nueva carrera para liderar la era de las renovables. Esa determinación complicará la transición energética del mundo. Confiemos en que el desafío climático en camino se resuelva en unas décadas y no llegue a convertirse en una nueva “guerra de los cien años”.
El mundo, y muy en especial Europa, gana conciencia ambiental. Ahora, toca pasar de la convicción a la acción, que es ni más ni menos que modificar centenares de hábitos de nuestras vidas. Es decir, consumir menos para vivir mejor.