
Nuestra naturaleza – la montaña, el bosque, la dehesa, la nava, la raña… – suena siempre agitada y cigarrera durante el día; y aguda y cáraba en la noche. El campo abierto y libre debe tañer para estar vivo. El silencio indica que el bosque muere por más que acoja el silbo del viento y el agua riegue sus raíces.
Si nos fijamos bien, los bosques de las brujas en la ciencia ficción dan cobijo a pantanos humeantes, monstruos imposibles y sonidos de escalofrío.
Al campo cultivado de frutales, sementeras y huertas lo despiertan cada amanecida los pájaros; docenas de avecillas diferentes por su color, vuelo y tamaño pero, sobre todo, por su canto.
El primero en traspasar su pentagrama por las ventanas a punto de clarear es el petirrojo (o pichorubio también), que pía y salta, que vuela un metro y se anuncia.
Ha relevado en el aviso canoro al cuco madrugador y despertado luego al carbonero, la totovía, el sisón, el jilguero…
A las siete de la mañana de nuestros junios y julios mediterráneos, podemos despertar atendiendo a la sinfonía más mágica imaginable. Ni siquiera la factoría Walt Disney, que contrata al mejor talento del mundo, ha podido capturar el tono delicado y grácil de la alondra.
Cuando el sol levanta y las sombras acobardan hasta hacerse invisibles, los insectos toman el relevo en la inmensidad natural. Miles de bichitos, algunos casi invisibles, comienzan a rozar sus alas o crujir con sus movimientos. Es la hora de la cigarra y el grillo cebollero, el saltamontes que raspa sus apéndices verdes y pardos, y las polillas que convierten sus panzas en acordeones.
Eran decenas de miles, millones, los insectos que se acumulaban en nuestras solanas. Un millón de clases de insectos llegaron a existir cuando el sonido de la naturaleza inspiraba a Beethoven. Ahora nos cuentan los naturalistas que desapareció la mitad. Se nota. El bosque canta menos, gana terreno el silencio y penetran por sus corredores de viento sonidos que le fueron ajenos siempre.