Me gusta el sol. Lo manejo a gusto (¿También ahora? ¡Ay! Siempre lo he acariciado y diría que hasta mimado.) Qué sería de nosotros sin la luz que nos regala a diario todos los colores del universo y convierte en verde nuestro mundo tan pardo.
Él siempre está ahí arriba y cuando se esconde más de una semana, nos entra la murria, somnolencia, mala leche. No es de extrañar que a nuestros vecinos vikingos del norte les dé tanto por la priva, incluso de patata fermentada.
En estos meses de verano, se pone rabioso a días y dispara rayos invisibles que sebastianean al incauto despelotado y sin sombrero. Su furia golosa llega en ocasiones a levantar humedad en el granito y chupa los manantiales como cualquier chiva perdida.
Esta fase codiciosa y hasta destructora tiene, sin embargo, un encanto poético extraordinario. Los mejores poemas de amor vienen inspirados por la maestría dorada de nuestra irradiadora musa.
Me imagino al poeta cuando observa la calima sucia que apresa el valle, rebelar su pluma para poner orden con palabras escogidas hasta rescatar belleza entre tanta brusquedad.
Su presencia insistente en verano es hábito y maravilla. También necesidad. El sudor purga nuestro cuerpo y da brillo a la cerúlea piel de invierno; transforma el musgo en cepillos verdosos y se bebe las cascadas cual devorador de ninfas.
El sol es el dueño de la luz, es decir, guía del mundo. Su linterna cegadora ilumina nuestra sensibilidad (preguntemos al amigo fotógrafo o al plástico de norte y ventanal) de tal manera que, en ocasiones, logramos abrir la cerradura del arte y transformarnos en otros.
Cuando se encabrita en sus combates contra las nieblas oceánicas de los mares del norte, nos lleva a prodigios que luego recogen los pinceles de artistas supremos como Turner.
Sí, el sol es filtración blanca entre alisos hasta horadar el agua de los arroyos por los que pasó Lorca para recordárnoslo:
“Tu ilusión
es crear el jardín
multicolor”.