Pobre televisión española. No ha existido una empresa informativa más zurrada en España y puede que en ningún país de la vieja Europa. Nadie alcanza a entender cómo aguanta en pie; qué cimientos de coloso sustentan al Pirulí que impiden su desmoronamiento definitivo. Ninguna otra instancia pública ha recibido tantas dentelladas como el ente televisivo; el fruto más apetecido de los partidos políticos y, al tiempo, el árbol de la información y el entretenimiento más apaleado.
Cuando fue voz e imagen en blanco y negro del franquismo, hubo millones de españoles que la odiaron porque era el arma más poderosa de su propaganda y la transmisora de valores más potente del régimen. En democracia, la red kilométrica y más eficaz para pescar votos. Hasta ella acudían, también, las productoras más oscuras y rapaces, y era el deseo confeso de miles de periodistas, profesionales de la imagen, el sonido o la escena: era la seguridad laboral protegida por el sindicalismo más rocoso.
Así que es difícil entender cómo, a pesar de hacer la vida sobre las brasas de un volcán político permanente y la crítica sistemática, se produjeran tantos programas admirados, acontecimientos prodigiosos y aparecieran toneladas de talento. Es cierto que casi la mitad de su vida campó sin competencia alguna, y que la espada de la audiencia no se conocía. Pero nunca nadie en sus más de sesenta años la dejó respirar a gusto siquiera un día: el franquismo con su censura, moral de sacristía y nepotismo, caciquismo y enchufe; y, en democracia, la crítica feroz de todas las oposiciones habidas. Añádase también la vigilancia extrema ejercida por los más importantes grupos de comunicación, que pretendían hacerse un hueco (o algo más) con las televisiones privadas en pañales al denigrar su imparcialidad informativa, la pobreza de su programación, y en crítica constante hacia sus primeros responsables, mientras robaban sus estrellas y los mejores profesionales y técnicos en decenas de oficios.
«RTVE es un elefante viejo que muere lento».
Con todo, la gran herida por la que no ha dejado de sangrar en los últimos cuarenta años es su modelo de funcionamiento. Pasó de ser la voz de la dictadura a la televisión del gobierno democrático de turno. Los Suárez, González, y no digamos Aznares, no se detuvieron a reflexionar jamás sobre cuál debería ser la mejor televisión para la nueva democracia. Ejemplos tenían: BBC, las públicas alemanas, holandesas o nórdicas y hasta las pequeñas pero muy honestas y profesionales de EE.UU. El gobierno de Zapatero tuvo una oportunidad de oro para llevar al Congreso una ley para que RTVE no fuera manejada al antojo por los partidos políticos, pero al cabo se presentó con un proyecto de ley que ya hubiese sido antiguo en los años ochenta del pasado siglo. Aunque perpetró algo aún más demoledor: eliminó la publicidad de la televisión para asombro incluso de las privadas que nunca aspiraron a tanto.
El actual gobierno, que inició un proceso de selección profesional para cubrir la alta dirección del ente, concluye volviendo al principio del camino donde comenzó todo: profesionales de partido en su Consejo de Administración donde se ejercitarán en el desgarro y la escandalera. Claro que, a estas alturas, la reiteración en el error no irrita tanto. Aparte de la cacicada ejercida sobre los profesionales considerados más aptos, apartados sin la mínima explicación, la penúltima decepción que trae la política sobre la RTVE se definirá muy pronto: reaparecerá la música política casposa del Consejo de Administración.
Pero es bien probable que en poco tiempo dejemos de prestarle atención. RTVE es un elefante viejo que, como buen paquidermo, muere lento. Un día, años después desde que dejemos de escuchar su barritar, alguien nos dirá que murió. Los políticos entonces responsabilizarán al gobierno de turno y éste dirá que han sido los nuevos tiempos. No habrá responsables, no habrá acuerdo en el epitafio, nadie publicará una esquela.