
La juventud es ese tiempo en el que el hombre se cree eterno; no le roza ayer ni mañana, es solo un ser en plenitud: fuerza, determinación y arrojo. Es todo presente y feliz devorador de vida. No atiende a normas ni reglamentos y las palabras o frases como ‘cuidado’, ‘piénsalo’, ‘asienta la cabeza’ o ‘no lo hagas’, tan usuales entre los maduros, les sientan como el ajo al dentón de Transilvania.
Su naturaleza no está predispuesta para el cálculo; solo vive en la acción y para acaparar satisfacciones y recibir grandes estímulos incluso cuando realiza las tareas más duras y penosas. Cuatro blasfemias, unos largos y calurosos besos y un manojo de birras son más curativos que el honor y la riqueza.
Todos hemos sido jóvenes (o lo serán en un momento dado). Comprender entonces los motivos que les llevan a sentirse Apolos o Afroditas es fácil. Lo complicado es que ellos logren entender que un día serán mayores y que la riada de criaturas que andan, vuelan o reptan (incluso las que solo sueñan) se atienen a las reglas, diferentes según la edad.
Las sociedades han tardado siglos en dar respuestas, siquiera parciales, para proveer de salario, atención y cuidados a la mayoría de los hombres cuando va camino de parecerse al viejo dios Geres. En las últimas décadas de España, mal que bien, esa aspiración comenzó a ser realidad.
“Ocurre que los esforzados riders rechazan ser asalariados”.
Pero el tiempo histórico es tan mudable como los vientos. Hoy la mayoría lucha como pájaro tenazo o se entristece como la diosa de la noche, cuando aprecia que el trabajo escasea o es esclavo, pero la seguridad de una pensión es una quimera que los “putos viejos” de ahora tuvieron la suerte de alcanzar. Así que, para la mayoría de ellos, todo es ahora; toda una vida es lo que encierra un instante, un trabajo, un amor, un viaje. El futuro es inalcanzable porque en realidad no existe.
Quizás consecuencia de que todo es presente y juventud, ocurre que los esforzados riders que distribuyen comida en las grandes ciudades rechacen ser asalariados, cotizantes reglados de la seguridad social y trabajadores sujetos (protegidos) a un convenio colectivo de empresa o sector. Desean ser autónomos, denostados autónomos, desvalidos y pobres autónomos. Y lo explican con claridad. No quieren estar sujetos a una sola empresa, desean ser promiscuos: hoy con Glovo y mañana con Uber, según la oportunidad, mi voluntad y el momento en el que me encuentro. Quieren aprovechar su fuerza arrebañando hasta 2.000€ al mes en lugar de los lánguidos 1.200€ del convenio.
“Menudo papelón el de los que aún creen en la justicia social”.
Así que el esfuerzo de años de la inspección de trabajo abriendo expedientes, los desvelos de la seguridad social buscando fugas de cotizaciones, de los sindicatos tradicionales, y la fuerza exigente y definitiva de la sala de lo social del Tribunal Supremo, que decide que deben ser tratados como trabajadores por cuenta ajena, son desatendidos por el gran grupo laboral de unos 30.000 riders que solo creen en la fuerza de sus piernas.
Menudo papelón el protagonizado por esa parte de la sociedad y las instituciones que aún creen en eso que se llama pomposamente ‘justicia social’. Se entiende ahora que la patronal CEOE lleve meses desojando la margarita: “qué nos interesa más, turnos de curras o autónomos a mogollón”. Confiemos en que no aparezca en este tercer acto de la tragicomedia social el demiurgo de la contrahistoria Pablo Iglesias a pontificar contra las inclinaciones de su compañera ministra de Trabajo Yolanda Díaz. Porque no parece estimarla demasiado, quizás porque puede hacerle sombra: es una comunista sensata. O sea, que sabe de qué va eso del sudor en el trabajo.