El amor en tiempos del coronavirus

Paula Nevado
Fotografía: Paula Nevado

Hoy fui a comer a un buen restaurante peruano de menú. Lo hago en ocasiones, cuando quiero voltear en la cabeza (oveja que rumia) algún tema de la oficina o acaso echar a pelear (tesis contra antítesis) asuntos difíciles de resolver. Me conocen. Casi siempre pido lo mismo: causa limeña y el plato que me recomienden (arroz chaufa con pollo hoy), una copa cumplida de rioja (el conseguido Luis Cañas) y me regalan, cuando ya me levanto, un chupito de pisco equilibrado y ligero.

También me suelen dar asiento en una mesa un poco a resguardo de ruidos cuando disponen de ella. No era hoy el caso. Señalan asiento en la mitad exacta de una larga hilera de mesas tú y yo separadas por escasos cuarenta centímetros.

De inmediato, me percato del rol que llevan mis vecinos de la izquierda: un hombre bien dotado de molondra cabeza, risueño y corto (enano, vamos). Frente a él, una joven peruana (lo supongo por los rasgos). No me hace falta observar más de un segundo para percatarme de que el pelao la galantea, ¿qué digo?, la trata de seducir con las mejores maneras del urogallo sin plumas y los ojos y la sonrisa afilados y determinantes del hurón en celo. No quiero prestar atención, lo que allí sucede es cosa de ellos, faltaría más.

A mi derecha, acaban de sentarse dos mujeres: una de mediana edad, entre 45 y 50; la segunda, bastante más joven, habla con acento del altiplano, es atractiva y parece rebosar fértiles emociones cotidianas: la sonrisa y la risa que derraman un relato, los gestos de asombro irónicos, la complicidad fingida… Han pedido ceviche y arroz chaufa para compartir. La más joven bebe a morro un tercio de la deliciosa Cuzqueña y la otra se sirve el agua con el rito de quien escancia un Montilla.

Me ausento del entorno, que incluso llego a oler; observo el deambular apresurado de los camareros y paso unos WhatsApps a dos impacientes. Le doy sin querer un dedazo a la pantalla del móvil y aparece una fotografía del ministro Planas a punto de parecer exultante. El Gobierno ha aprobado un decreto que pretende detener las movilizaciones agrarias. Y sin que nada medie, una ráfaga de imágenes en un instante me hacen ver que para coronar la hazaña, el ministro sólo tiene que exigir a aduanas que pida papeles y la inspección ponga ojos sobre algunos contenedores de importación de fruta, carne y similares.

Pero el calvo enrojecido y diminuto es ya una tea encendida atacando con la mirada del fauno a la muchacha, a la que ni musitar se le oye. Todo es ya cacería, una cobra a punto de mutar en color morado y atacar. Me azora, o eso me pareció, presenciar tal acto de persecución amorosa, aunque viene en mi socorro el camarero.

– Un cortado, ¿no?

– Sí, sí. Gracias.

Transcurren solo unos instantes de silencio y ausencia – que me pierden en uno de esos pensamientos de oficina – cuando oigo fuerte y entregada una voz de mujer decir:

– Vale, tú ganas; lo voy a intentar.

Y él, empavonado, da rienda suelta a esos litros de sangre que le llevaron a acometer tan gran ataque; su cara torna rosada y el rictus de bicha es ya la reglada cara del lancero triunfador del torneo. Entonces, supongo que va al servicio, y vuelve pronto para salir con su chica.

A mi derecha, el brazo de la joven sudamericana – sonrisa blanca montada sobre encías del color de la granada – bordea el extremo de la mesa hasta rozar el dorso de la mano y asir la muñeca de su compañera. Está contenta, lee muy alto un WhatsApp que es la felicitación de su jefe. Habla ligero, como si estuviera nerviosa, en tanto que la otra valva de la pareja sonríe y asiente. Sus ojos, pómulos, boca y manos son un palpitar de ríos hirviendo.

Me traen la cuenta. Les dejo buena propina siempre porque solo ella puede hacer digna la soldada del camarero.

Al dar el último sorbo de pisco (o mejor dicho, un lametón) levanto tan alta la barbilla que se me abre ese oído derecho tronado que padezco. La joven enamorada (ya estoy seguro de ello) ha tomado las manos de su compañera y las hace suyas. Cuando estoy en el trance de levantarme para salir, oigo con la nitidez del que asiste al melodrama desde la cuarta fila:

– Se lo voy a contar ya; lo que creía más duro pasó y, como sabes, mi hija me dio el abrazo de amor más largo de mi vida. Aunque me dé una o varias bofetadas sé que no me dolerán.

Sí, por el restaurante pasó también el amor en tiempos del coronavirus.

PAULA NEVADO
A Paula Nevado, su inquietud y sensibilidad familiar, le han llevado a formarse en diferentes disciplinas creativas y trabajos artesanales. Desde hace años se las tiene con la luz y sus caprichos para adobar con ellos las imágenes que le interesan. Con esta colaboración traslada de manera abierta la búsqueda del mundo que solo puede capturar su ojo. Puedes seguir su trabajo en Instagram: @paula_nevado

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*

Cerrar

Acerca de este blog