“Mira qué pan. Pan de pueblo. Mientras se continúe haciendo un pan así, hay esperanza”. Es el pie de foto de un triángulo de pan de trigo blanco, esponjoso y repleto de pequeñas cavernas, que me envía gozosa por whatsapp una gran amiga. Celebra la libertad del fin de semana elogiando el pan recuperado de su infancia. Cuando arrecia el frío ahí afuera, volvemos en el recuerdo al fuego de la niñez, y cuando el sol nos aprieta, recuperamos en la memoria la fresca sombra del nogal.
Detrás de nosotros, como ángel custodio de nuestras dudas y miedos, siempre encontramos el pan tostado de la infancia, o las galletas o las magdalenas hechas en casa. Nos abriga el olor del viejo horno de leña o el hervor del potaje que traspasa invisible la ventana. De esta manera se manifiestan la dulce añoranza, tantas veces nutritiva, como el miedo de nuestro presente y el inquietante futuro. Esta debilidad femoral de nuestra condición humana la conocen bien los industriales y comerciantes que siempre mantienen como reclamo en sus surtidos y escaparates alimentos de pueblo, como se hacía antes, de la abuela, naturales… para nuestro consuelo. Aunque también se valen de nuestra dificultad para sintonizar pronto con lo nuevo y curiosear en el futuro algunos políticos cuando nos venden las más viejas canciones como melodías del porvenir. Pero esa es otra cuestión.
Quedémonos en esta nota con la lección paradójica que comienza a llegarnos de los pioneros, o aventureros, en el nuevo futuro. Retengamos en la memoria los primeros tramos de la vereda del mañana gastronómico por la que vamos a transitar pronto la mayoría de los humanos convertidos sin remisión en masa global igualada por la precariedad y el trabajo escaso. Comencemos por apreciar que las cocinas desaparecen de los nuevos apartamentos que nos venden o alquilan. Ya viene ocurriendo en promociones inmobiliarias de grandes urbes como Nueva York, Londres, Tokio, Hong Kong… a las que ese futuro llega de avanzada. La cocina empieza a ser una pieza inútil y cara en la casa porque casi nunca la utilizamos. Salimos a trabajar de noche y regresamos cuando la oscuridad lo igualó todo. Con una pequeña nevera de urgencia con parecido hato del refugio de alta montaña nos basta.
Época romana
Agua, electricidad, un sofá cama, teléfono y Spotify son elementos más que suficientes para sobrevivir. Y claro, el wifi y dos mantas. Lo hacemos todo fuera de la casa, en las calles. Las ciudades son una plaga de restaurantes con menús económicos; de supermercados y tiendas que te sirven rápido y por cuatro euros montañas de ensaladas y embutidos. Y el fin de semana tienes a tu disposición miles de ciclistas y centenares de restaurantes que te llevan a casa las mejores de delicias de pizzas, hamburguesas, alitas de pollo y cerveza extranjera.
Claro que si dedicamos unos segundos a pensar – o simplemente somos un poquito curiosos – repararemos que caminamos hacia atrás en el tiempo: nos vamos a la época romana. Sin necesidad de empaparnos de la excepcional “Historia de la Decadencia y Caída del Imperio Romano”, de Emily Gibbon, con solo curiosear el folleto turístico sobre las ruinas de Pompeya, por ejemplo, encontraremos que la villa arrasada por el Vesubio estaba repleta de lo que hoy llamamos restaurantes o bares. Si no recuerdo mal, hablo de memoria, los arqueólogos han logrado acreditar la existencia de 29 de estas expendedurías en una población que no superaría los diez o doce mil habitantes. O sea, que el mundo romano constituido por una minoría de ciudadanos y millones de hombres y mujeres de condición social inferior (la inmensa mayoría) comían fuera de casa. En sus residencias casi sólo podían disfrutar del condumio los ciudadanos y otros patentados.
Cocinas para las élites
Hacia ese futuro tan del pasado nos dirigimos. O puede que nuestro otro espejo sean las atestadas calles de las ciudades de Oriente donde millones de portales y aceras se convierten a la hora del hambre en improvisadas vendejas. También pudiera ocurrir que Europa se llenara de carritos y furgonetas, a imitación americana, para que disfrutemos de nuestras particulares versiones de perritos, tacos o arepas.
Así que la moda importada de Francia que llevó a nuestras clases medias urbanas, e imitadores, a colocar las cocinas en el lugar de honor que tuvo el salón comedor pequeño burgués, habrá que arrumbarla. ¿Quién va a realizar una obra de 15.000 euros o más para comer pizzas los domingos? En esas cocinas-salón comerán menos personas cada día, acaso solo las élites, como ahora llamamos genéricamente al rico y al influyente. El resto procederá en los rincones que procura la calle hambrienta por vender.
No es extraño, por tanto, que mi amiga y millones más como ella celebren el trozo de pan tierno de su infancia, y que tantos maleantes nos quieran convencer de que todas las infancias del mundo “son recuerdos de un patio de Sevilla, y un huerto claro donde madura el limonero”.