Hace tres o cuatro años, era agosto, fuimos a comer al nuevo restaurante Atrio, de Toño Pérez, en el casco histórico de Cáceres. Una riada de emociones y millones de sensaciones. Un lujo. Si tuviera memoria escribiría folios y más folios de aquella tarde. Me quedan solo impresiones y algunas imágenes de sus impecables camareros. Nunca antes había reparado con tanta atención en sus movimientos.
Se apreciaba orden, elegancia, delicada atención y sobre todo la existencia de un trabajo previo, de un exhaustivo entrenamiento. Los definiré por lo que no eran. Nada se parecían a los militarizados camareros ingleses del XIX que tanto enorgullecieron a nobles y burgueses del Imperio; ni mucho menos a los emperifollados siervos rusos que ideó Catalina la Grande para envidia de las monarquías europeas. Ni sí señor, ni reverencias: sólo chicos y chicas espigados y levemente sonrientes que se movían en la sala llevados por la mano de una elegancia contemporánea, esa que, de alguna manera, riegan por la pasarela las mujeres y hombres hermosos que exhiben la fantasía de la alta costura.
Vestían, discretos, de blanco y gris con largo y ajustado mandil negro. Relataban la composición del plato en titulares y se marchaban de nuestra vista aunque no de nuestro cuidado. En algún momento debí apreciar, o eso creo, como un leve movimiento de ballet, y tengo en la cabeza que mantenían una leve brillantina flamenca empañada en las sienes. No he vuelto a disfrutar de una atención tan distinguida y eficaz; tan bella.
El ego del Chef
En realidad el camarero ha dejado de ser una pieza esencial del restaurante. Desde que los franceses de la nouvelle cuisine (¿Troisgos?) decidieron que los platos salieran de la cocina servidos en vajillas cada día más aparatosas y caras, el camarero se convirtió en un acarrea platos, un peripatético del restaurante y la terraza enredado entre comandas y asfixiado por la urgencia. Todo se prepara en honor del nuevo cocinero rey, el chef, el único que luce y manda, el imprescindible, la marca.
No saben esos nuevos dioses cuánto se pierden. Creen que la labia (y el bonus) del jefe de sala bastan para vender y loar sus creaciones. Se equivocan. Un buen servicio de camareros eficaces, empáticos y con un cierto ascendiente sobre la cocina, suma tanto o más al negocio que toda una constelación de estrellas y el brillo de mil soles. Han montado unos negocios tan disparatados que mantienen a los jóvenes camareros, con los aprendices, apiñados en literas como galeotes y a sus jóvenes camareros dispersos por las ciudades disputando con el Erasmus las camas más calientes. ¿Tan poco rentables son los menús de 280€ el cubierto?
Al buen restaurante actual le falta la liturgia del camarero, o dicho a la inversa, la nueva cocina se ha olvidado de los ritos. Le basta con que se adore al único dios Chef. En su honor elevan extravagantes, barrocos, oscuros y carísimos restaurantes y salas con su nombre cincelado en todas las baldosas y estucos. Parece que hubieran ido poco a misa de pequeños porque los curas saben desde hace siglos que para celebrar como dios manda el misterio de la comunión con el cuerpo de Cristo: un bocado, un instante, deben de endilgarte tres cuartos de hora de celebración con cantos, inciensos y homilías. En las nuevas casas de la celebración y los sentidos se come (o solo se siente, según el caso) durante todo el tiempo el cuerpo del chef. Qué ego, Dios mío.