Los grandes contenedores de obra para almacenar escombros que motean, especialmente en verano, las calles de las centros urbanos y zonas de ocio, ya no son en su mayoría recipiendarios de los cascotes de las reformas de nuestras casas, sino montoneras de yeso y terrejoletas de bares y restaurantes que aprovechan la calorina para cambiar de piel y sustituir sus añosos decorados, así como el mobiliario por “otros más modernos”.
¿Y qué pinta tiene lo moderno? En general, horrorosa: plástico disfrazado de mil formas, desde la silla a la mampara; desde el papel pintado que todo lo envuelve, hasta el vaso donde se sirve el vino. Solo se salvan del inagotable derivado del petróleo las sartenes y perolas, pero su sustitución por “nuevos materiales” es cuestión de poco tiempo.
En plena campaña mundial contra el abuso del uso del plástico, desde la humilde bolsa de basura hasta la pajita del refresco, resulta que el producto “más liviano y aséptico” se cuela por la práctica totalidad de las enormes rendijas que abre la economía del ocio, tan avara ella y especialmente adaptada para hacerse con el dinero fácil que trae el verano y sus bullas y los inviernos de niebla y calefacción.
Pero no son solo los lavados de cara de miles de establecimientos lo que llama la atención al volver al barrio. Existen otros muchos locales que simplemente cerraron arrollados por la quiebra. Como apuntan los expertos en el negocio de la restauración y afines, esta actividad atrae al personal más decidido (la avaricia de la ganancia inmediata) y también más inexperto.
Según estos profesionales – llamémosle los Chicotes de la gestión y administración del restaurante – más de la mitad del negocio del ramo termina cayendo al poco tiempo de levantar la persiana porque sus impulsores no supieron manejarlo. Para ellos el cálculo de costes, por ejemplo, es como la poesía de Rimbaud para el cándido: imposible de entender. Además, las franquicias exigen demasiado y muchos de ellos no resisten demasiado tiempo el calor de hierro incandescente que le colocan en el lomo.
Catar al azar
Y todo apunta a que irá incluso a peor. Crece la evidencia cada día de que nos dan alimentos de menor calidad y aumenta el fraude: se da gato por liebre. Son numerosos los medios – sensacionalistas y aquellos que no lo son tanto – que nos vienen alertando sobre ello. El diario Elconfidencial se hizo eco la semana pasada de un estudio del Centro Tecnológico Atzi sobre el pescado que se sirve en restaurantes españoles. Tomaron 300 muestras de 204 restaurantes de diversas ciudades españolas y comprobaron que “uno de cada dos restaurantes de los analizados sirve platos de pescado que no se corresponden con los anotados en el menú”. Llama la atención del fraude en el lenguado, hasta el 83%; la merluza, el 73% y el atún rojo, un 51%.
Claro que en este mar de los Sargazos que es esa parte de la restauración selvática a la que nos referimos, suceden otros acontecimientos también llamativos y muy luminosos como la red de restaurantes La Tagilatella. En Madrid, al menos, crece como hongos proporcionando raciones enormes de ensaladas, pastas o pizzas de aceptable calidad y a precio razonable. Te da agua de grifo sin aspavientos y tiene preparadas bolsas reciclables con su marca bien visible para que el cliente se lleve las sobras. Porque nadie que no sea un tripero de concurso acaba con sus raciones. La competencia que va, en general, hacia platos más pequeños (poco y variado que, a la postre, termina sabiendo casi igual todo, como el pescado de cultivo), observa el suceso con mala cara y le arrea fuertes pellizcos para que se modere, a través de las redes y los más diversos lacayuelos.
Ahora queda por ver si, además de mudar la piel, han variado y mejorado las cartas. No me hago ilusiones. Cataremos al azar y lo iremos contando.