Anoche abrí una botella de gin Nordés que me ha regalado una joven amiga con gran gentileza. Es una ginebra gallega que se vende gracias a su insólito poder de trago bravo y profundo, y no tanto -o al menos eso espero- por el texto que han preparado sus propagandistas para llamar la atención: “un gin que sabe a verde, a montaña, a roca, a un mar enfurecido… bla bla bla». Me va bien para acompañar la lectura casi eterna pero fácil del novelón llamado 4321 de Paul Auster.
Pero al tercer o cuarto sorbo me echó de la lectura. La cabeza se me distrajo y acabé absorbido por el inmenso placer recordado de mi único paso por Dr. Stravinsky, la coctelería-bar en el Borne barcelonés con la que tropecé este invierno al merodear por el dédalo de sus calles, ayer oscuras y delincuentes, y hoy escaparate de las tiendas más imaginativas de la capital catalana.
En aquel bar deslumbrante y misterioso, de un color como de mieles volando, y dominado por un enjambre de botes iluminados en espera de que sus yerbas almacenadas acabaran convertidas en aceites esenciales, tomé el combinado que el coctelero quiso: “Viene usted ajetreado y algo ansioso después de tantas horas rodando por la calle, le vendrá bien esta ginebra, que hemos destilado aquí, con un toque de lima y manzanilla”. Cuando aún reparaba en la sinfonía de alambiques y matraces que me rodeaban, el primer sorbo del cóctel operó de tal forma que estremeció todo mi cuerpo; sucedió algo así como si desde mis papilas gustativas hubiera salido un golpe eléctrico fresquísimo sobre todas las células de mi cuerpo: una novedad sensorial de excepción.
Ahora leo que Dr. Stravinsky viene siendo súper premiado, se le considera el mejor bar de España y aspira a colocarse entre los primeros del mundo, según uno de esos rankings de los sajones que miden el valor de todas las cosas.
Nordés y Stravinsky son experiencias industriales y comerciales que nacieron artesanas y aún continúan paseando ese palmito por la calle. ¿Pero cuánto tiempo permanecerán en ese estado de gracia? El éxito comercial de cualquier producto que se exhibe en un escaparate es la liebre roja de patas blancas que corre entre olivares: con toda seguridad será avistada por la rapaz de guardia que, mañana antes que pasado, caerá sobre ella.
Los grandes engullidores
Lo mejor de lo pequeño genuinamente importante termina engullido por el pez grande: casi todo termina en su barriga para luego regurgitarlo de forma masiva con su leyenda de autenticidad. La gran empresa de alimentación y bebidas investiga e investiga para buscar el mejor producto, el de más espectacular escaparate, el más seductor, adictivo y barato, pero, a la postre, el que funciona de verdad es aquel que inventaron otros.
Veamos, por ejemplo, la cerveza Alhambra 1925. Hoy es la niña bonita de Mahou, pero nació en una pequeña cervecera de Granada. Las empresas de alimentación líderes – como todas las grandes de todos los sectores económicos en todos los tiempos – son devoradoras. Necesitan como una droga la adquisición, fusión o absorción. La sangre del otro es más nutritiva que la propia; sólo pueden ser si están en conquista continua sin perder jamás la mentalidad de cazador.
Así, el mercado mundial, pongamos que de salsas, está casi todo él en una mano tras la fusión de los gigantes Kraft y Heinz; la cerveza que se ofrece en medio mundo la sirve AB InBev; Nestlé quiere ser el monopolio mundial de los alimentos vitaminados y Amazon lucha por ser cuanto antes el transportista del mundo.
Y todo ello ocurre porque las rapaces están siempre vigilando nuestro plato y nuestra copa como la NSA norteamericana permanece atenta a nuestras conversaciones y exabruptos. Así que, en previsión de desastres futuros, cuando descubro unos torreznos como los que sirve el minibar llamado El Escaparate, en el Mercado de Vallehermoso, en Madrid, pido una ración, aunque no debería. Debemos estar atentos a las novedades que nos alarga la calle; tener curiosidad por lo diferente y ser generosos con los valientes que apuestan “por otra cosa” viniendo de la tradición.
Porque si triunfan, el grande los engullirá y los hará ricos (o en el peor de los casos los clonará dejándolos al pairo) y se perderá el encanto. Todo terminará pareciéndose un poco a la historia del orujo gallego – que las autoridades terminaron arrasando sus alambiques clandestinos para defendernos del fraude y las cegueras – pero que también acabó con su encanto. Hoy, el buen orujo blanco nos cuesta tanto como el gran whisky, siendo una bebida popular de toda la vida. Por cierto, no se pierdan el nuevo aguardiente de orujo que sacan los cántabros de Sierra del Oso: un Sansón delicado.