La semana pasada llegó a casa la cuarta invitación de boda del año. Es el día 22 de septiembre. Se trata de los hijos de unos amigos de siempre, los casa un concejal (también amigo del novio) en la Casa de la Panadería de Madrid; de ahí marcharemos hasta un corral engalanado de un pueblecito de Segovia para comer, merendar, cenar, recenar, beber y bailar mientras el cuerpo aguante. Porque siendo joven, o quizás no tanto, el único límite en las bodas deseadas te lo pone el cuerpo, pues los demás controles o alertas se desconectan con alegría y libertad así que alcanzas el primer vaso de cerveza en el aperitivo.
Cuatro invitaciones de boda en un mismo año, cuando los hijos de los amigos, familiares cercanos y compromisos son talludos y, en general, han pasado por el juzgado, la vicaría o se han “arrejuntao” sin más, parecen demasiadas. ¿Qué está pasando? De repente podemos pensar que la salida de la crisis activa también la burbuja de bodas: tantas grúas, tantos casamientos. Pero no son solo atribuibles al consistente argumento de que vuelve, aunque sea en precario, el dinerito; resulta que muchos de nuestros hijos hasta ahora “arrejuntaos” por causas mil (aunque su aversión primigenia al bodorrio fue crucial) han decidido formalizar las relaciones. Parece no resultarles suficiente estar registrados como parejas de hecho y al amparo de leyes dispuestas para darles seguridad en el disfrute de una relación familiar de manera tan libre. Los cuarentones con hijos preadolescentes se sumergen en la viscosa movida de una boda, que siempre rechazaron, para buscar papeles de matrimonio. ¿Por qué? Psicólogos hay y sociólogos existen para ponerlo en su contexto.
Y también menudean divorciados que reinciden en el anillamiento con exigente interés y aparente pasión. Estos formalizan bodas muy escogidas y escuetas, aunque no por ello menos llamativas. La última pareja que me invitó perpetró el ágape en sendas barcazas Canal de Castilla abajo con música dulzainera, cordero de Sepúlveda y clarete de Cigales a gollete pleno. Siendo la novia de Fromista y de Alar del Rey él, no podían hacer celebración mejor.
Los ritos estelares de las bodas actuales continúan siendo los mismos de aquellas otras de la euforia de principios de siglo. El “sí, quiero” o el vestido blanco (¿por qué siempre de blanco cuando ese color va como un tiro al color castaño oscuro de los ojos y la tez morena de la española media?) de la novia; su entrada envuelta en admiraciones en el juzgado o la iglesia; los discursos entre cursis y tiernos tipo Casa de la Pradera y los informales y gamberros de los amigos y, en fin, el jolgorio interminable de las comidas, bailes y recenas en general.
Hasta la tierra de los kiwis
Pero no son idénticas a las de hace unos años; no encontramos tantos solomillos, paletillas de cordero y tostones de lechón; desaparecen en general los platos grandes de ensalada, vichisua y hasta salmorejos ilustrados. Ahora todo va de mucho aperitivo, decenas de pequeños bocados y césped salteado de recipientes atestados de botellines de cerveza y refrescos. Y también se dispone de caravanas, parece que antiguas, desde la que jóvenes con gorros cocineros ellos y cofia de servicio ellas, ofrecen desde un innumerable tipo de quesos hasta hamburguesitas tan exóticas como de carne de canguro. Te preparan arroces, huevos de codorniz a gogó y pequeñas paletadas de pasta que saben a tomates perfumados y pestos del paraíso.
Claro que aún se ve el clásico cortador de jamón y su cohorte de buitres pernileros alrededor que roban las lonchas en el aire. También quienes se colocan estratégicamente, y como distraídos, a la salida de los camareros para atacar la bandeja como gaviotas hambrientas y ladronas. Toda esta fauna se mantiene construyendo tradición. Pero ya no se oye casi la guitarra flamenca que ameniza el aperitivo (todo es ya un aperitivo interminable) y decae ese hilo musical en los salones a base de música norteamericana de los 40 y 50, o la clásica tipo Mozart surfero. Persisten en la verbena musical con la que todo parece terminar, nuestras canciones inmortales que van desde Los Chunguitos a Camilo Sesto; desde Los Bravos a Lola Flores, para acabar con Paquito el Chocolatero.
Las bodas se revitalizan con el retorno del ladrillo y el menudeo del contrato precario y sucesivo de momento. El paso por la iglesia sigue descendiendo, a pesar de que el conservadurismo se robustece y la familia de siempre lucha por perpetuarse. La hija de Pablo y Pilar trabaja en un laboratorio de Noruega, y el hijo ha decidido instalarse en Nueva Zelanda. Hasta las tierras de los kiwis partirán este verano, ansiosos y nerviosos, los 18 familiares más cercanos para celebrar la boda del nuevo granjero de ovejas español que allí se ha instalado.