Lo habremos observado todos: en los últimos tiempos las espinacas nos invaden, aparecen por todas partes en la mayoría de las ensaladas y se escabullen en innumerables recetas del menú. Están de moda y, como las alcachofas que irrumpieron hace unos años, parecen haber llegado para quedarse.
Las espinacas, como las acelgas, los apios o las zanahorias, nos acompañaron siempre en su tiempo natural de producción, pero ahora están presentes los 365 días del año en los lineales de fresco de los súper y hasta se encaraman en los miles de puestos ciudadanos de frutas y verduras.
Se nos ofrecen de todas las formas, pero la más novedosa e insistente es en ensalada. Un plato de verde intenso dominado por sus hojas, iluminado con un chorreón de aceite de oliva y el esturreo tramposete de frutos secos (nueces blandas con preferencia) sobre unos granos de sal. Son las nuevas rúculas que trajeron los italianos y que treparon luego por los restaurantes patrios a la velocidad de la madreselva. Y de seguir con este empuje, las desplazarán.
Los campos de espinacas deben ser enormes; ya no es la verdura de invierno de todos los huertos pobres; su implantación debe de exigir miles de hectáreas y una considerable inversión en logística, frío, manipulación, transporte y comercialización. A estas alturas debe de ser la reina, o casi, de los productos llamados de IV Gama, (frescos limpios y empaquetados) y haberse ganado el favor de no pocas comarcas españolas.
Sin ir muy lejos, la espinaca es la emperatriz de la vega en Almodóvar Del Río, un pueblo al sur de la ciudad de Córdoba, dominado por un castillo como de cuento hincado sobre una atalaya prominente, que se puede admirar desde el AVE. Allí, la espinaca procura más peonadas que ningún otro producto de la tierra.
Cuando la moda y el negocio se encuentran, no hay humano que pueda detener los maremotos de alabanzas que suscitan. Ahora todo el relato que acompaña a la espinaca es fabuloso; ni siquiera es necesario rescatar a Popeye para refrescar sus propiedades y valores. Facultades universitarias al completo la aclaman; centros dietéticos, tratados de bromatología y hasta psiquiatras avalan sus poderes, pues “desalienta los problemas mentales relacionados con la edad como el Alzheimer y la demencia senil”. ¡Ahí es nada! ¿Para qué investigar, pues, sobre estas terribles enfermedades que dejan a las personas desposeídas de la conciencia de lo que son? Basta con que hagamos de la espinaca la alfalfa de los humanos.
En un tiempo, quizá no demasiado largo, pues la moda en el comienzo de nuestro siglo permanece poco («el vuelo de una polilla», ironiza el filósofo Zygmunt Bauman), los heraldos del nuevo vegetal que venga a arrumbarla contarán que la espinaca triunfó gracias a que unos listos la auparon hasta la grupa del caballo más veloz de la mentira; que se hicieron panegíricos sobre sus propiedades y virtudes en base a informes trucados y muchos de ellos pagados. Y una instancia científica de relumbrón intentará darle la puntilla al descubrirle compincheos con hasta tres o cuatro tipos de cáncer.
Como todo esto sucederá, no quiero que su glorioso presente y dudoso porvenir domine la relación que mantengo con ella de antiguo. En invierno, una vez a la semana al menos, cuezo en una olla mediana una bolsa de espinacas rizadas, las que siempre trajo mi padre del huerto. Cuando el agua, con un poco de sal, hierve, echo las espinacas troceadas con la mano al buen tun tun, que sacaré así que vuelva el borboteo ardiente y después de darle dos o tres buenas vueltas con la cuchara de palo. En una sartén, amplia y plana, tengo preparado y templado un sofrito de ajo con buen aceite de oliva; prendo de nuevo la sartén y echo las espinacas bien escurridas; las remuevo y deposito unas hebras de azafrán cuando el fuego ha expulsado en forma de vapor buena parte del agua; al perderse en la intensidad del verde el oro de La Mancha, estrello un huevo en todo lo alto, avivo el fuego y remuevo el conjunto con lentitud durante veinte o treinta segundos. Apago, mantengo el revuelto en la sartén y dispongo sobre la mesa un plato hondo, un trozo de pan, un vaso de vino tinto, el cuchillo, el tenedor y una servilleta. Tengo una cena espléndida.
Claro que las mejores espinacas que he podido comer son las que se entreveran en las Conchitas que prepara mi hija tal cual le enseñó su abuela: aceite de oliva muy frutal, tipo Baena, en la sartén bien caliente, le añade harina blanca de trigo, que deja tostar dándole vueltas lentas, que se detienen una y otra vez hasta que asoma el borboteo, al tiempo que añade leche entera de vaca hasta formar una crema a la que incorpora un pequeño espolvoreo de nuez moscada; lo sala y, a continuación, le incorpora las espinacas, previamente hervidas. Esta masa, más bien liquida, la vierte en un número indeterminado de conchas de peregrino grandotas, que riega con queso de oveja rallado. Con el horno ya caliente a 180 grados, las deja gratinar unos diez minutos. Las últimas que cocinó son insuperables. No recuerdo haber tomado una salsa bechamel tan deliciosa nunca.
TERESA MUÑIZ: “En numerosas ocasiones, paseando, asomada a una ventana u observando un objeto, nace en mi la necesidad de detener esa visión. Poseer esa imagen de una manera instantánea y veloz nada tiene que ver con mi trabajo pictórico, pero me sirve de referencia y confirmación de lo que en ese momento me interesa. Esta reflexión viene al caso porque, conversando con Pepe Nevado y celebrando nuestra colaboración tan fructífera que culminó con la publicación del libro Pan Soñado, se me ocurrió proponerle seguir caminando juntos pero en esta ocasión con fotografías. Aquí están”.