Supongo que una semana después de conocerse el fallo del juicio que siguió al hundimiento del Prestige en las costas gallegas, son innumerables los españoles que continúan boquiabiertos, atolondrados, anonadados por tamaño golpe de realidad imposible. A tenor del fallo de la Audiencia de La Coruña, la catástrofe se produjo porque sí, nadie la provocó: no hay responsables. Y las administraciones públicas que se hicieron cargo de la gestión del accidente, y las consecuencias ponzoñosas de 77.000 Tm de crudo derramadas en el mar y luego agarradas sobre 2.000 km de playas y roquedales marinos, lo gestionaron «con profesionalidad, adecuación y en condiciones muy desfavorables». Porque la decisión de arrastrar al petrolero chorreante desde la costa hasta alta mar para su hundimiento, no se ha demostrado que tuviera incidencia «en el agravamiento» de la catástrofe.
Así pues, elogios para el trabajo de los chicos de Aznar. Eso sí, el tribunal ha descubierto que la armadora del buque siniestrado y la clasificadora American Bureau Shipping (ABS), que certificó la navegabilidad del navío, no son trigo limpio. Pero, ay, estos ya se le escaparon a los abogados del Estado español entre el bosque de rascacielos de Nueva York, después de años de pleitos y un zurrón de dólares en abogados.
Creíamos que lo que se había aparcado durante los últimos años en España era la moral: centenares de políticos que se conducen sin complejos libando para sí del néctar público, mientras son votados con reiteración. Pero nos faltaba entrar de lleno en un nuevo escenario metapostmoderno: la suspensión de la realidad. Ahora se nos oculta el chapapote con las sombras chinescas que producen las nieblas posadas sobre la costa; el azar se convierte en el emperador de nuestro tiempo y la Ley nada puede hacer contra lo inevitable. Sin embargo, todo parece explicarse de manera más sencilla: ya que no pudimos cogerle los cuartos a la navieras y aseguradoras, al menos no quedemos como pardillos en España. La culpa fue del cha, cha, chá.
Algunos boquiabiertos pudieran quedarse como piedras aterradas todavía durante el tiempo venidero. Restan por hablar algunos jueces sobre diferentes asuntos bien tremendos. Las fumarolas periodísticas que nos llegan a modo de avanzadillas, no auguran buenas dichas. Más bien parecen anunciar la sepultura de realidades tan explícitas como Himalayas. Es fácil, basta con hacer públicos los fallos en tiempo de niebla.