Imperial de Cune, algo así como la hostia

Teresa Muñiz Modificable Acuarela sobre papel 57 cm x 77 cm Año 2005
Fotografía: Teresa Muñiz Modificable Acuarela sobre papel 57 cm x 77 cm Año 2005
Teresa Muñiz Modificable Acuarela sobre papel 57 cm x 77 cm Año 2005
Teresa Muñiz Modificable Acuarela sobre papel 57 cm x 77 cm Año 2005

Leo en Diario de Gastronomía que la muy influyente revista norteamericana Wine Spectator ha proclamado al Imperial de Cune Gran Reserva 2004 mejor vino del mundo del año. Y lo primero que brota de mis labios automáticos es : !A buenas horas mangas verdes!. Porque este vino viene siendo el dios de la Rioja (y también de España, vale) desde hace muchos años. La familia Real de Usúa lo clavó desde su nacimiento y, al poco, todos los que hicimos tesinas en vinos en España lo veneramos hasta tal punto que muchos improvisamos un sagrario para él en nuestros botelleros domésticos. No he conocido a nadie que le ponga un pero relevante y sí legiones de desesperados que lo buscan en ocasiones. Porque dependiendo de la cosecha, escasea; porque de vez en cuando se corre la voz de que la cosecha tal es la pera y la tal cual la repera y… porque abrir una botella de Imperial es gustar del vino y buscar la distinción.

Ahora lo descubren los yanquis. Bienvenidos sean a esta copa, aunque no alcance a saber el por qué. Igual es que los dueños de la bodega han dicho por fin que hasta aquí llego la procesión de vinos novicios presentados como cardenales, cuando sólo se asemejan en el parecido de sus ropones. Pudiera ocurrir también que un comercial espabilado hubiera colocado una botellas de 2004 en el lugar y momento adecuados. O bien (dios lo quiera) han sido los norteamericanos que han decidido buscar setas donde crecieron toda la vida. El resultado es que por primera vez en 25 años de celebración de esta cata tan relevante y tronante, un vino español es alzado hasta el pedestal de número uno del orbe. A partir de aquí tendremos que festejarlo (que no falten los cohetes y los discursos en Haro, por favor) y, luego, después de la liba, los jolgorios y las risas, hacerse nuevas preguntas y reflexionar.

Algunas interrogaciones: ¿Han sido los bodegueros riojanos quienes han dicho hasta aquí llegó la riada de novatos o, acaso, triunfó el azar?. ¿Son los novatos quienes aflojan apretados por la crisis que a todos aprieta y a ellos más?. ¿Estarán los grandes barandas de la moda y el vino virando el periscopio de sus preferencias y recalan de nuevo en las denominaciones históricas?. Los entendidos – o quienes se manejen bien en las tramoyas – que respondan, por favor. A este pobre catador de vino, nunca examinado, no le alcanzan las meninges para garabatear respuestas ciertas. Sólo puedo traer hasta esta nota algunas sensaciones. La primera es que la Rioja tradicional (no sólo la alavesa aristocrática) se mueve. Los nietos y biznietos de los viejos podadores con renombre de Cenicero, Haro, Remelluri, la Sonsierra… han salido a oler y paladear otros caldos por el mundo, y a base de (nuevas) lecciones, catas y otros deslumbramientos, se les vienen resquebrajando algunos tabúes y no pocos dogmas. Será por ello que las grandes bodegas riojanas, y sin mengua de identidad alguna, se están despojando de moños y miriñaques. Los tondonias, Ramón Bilbao, Sierra Cantabria y tantos más, cada añada aparecen con novedades que ora se asemejan a novias alegres de comedias románticas, ora son jóvenes expertos en generosidad y estilo.

Sí, los riojas están cambiando, aunque los colores de sus otoños no muden su hechizo y los fines de semana de sus bodegas sean más romerías de domingueros que jornadas para el tras, tras, tras del trasiego y la crianza pura que nace del silencio y la penumbra.

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