El restaurante soñado

cadiz«Tengo nostalgia del mar«, espeta con un punto de abatimiento mi amigo Mario. «Necesito verlo todas las mañanas, abanicar su olor contra mis narices y tener la certeza de que la nevera está llena de lenguados y boquerones; un congrio, un pargo morillón y un buen azafate de marisco. Pero sé que no es posible. Y cada día, casa mes, cada año que paso sin que me rodee el olor de la bahía y los esteros me está matando. Necesito que abran con urgencia en Madrid un restaurante que me traiga el recuerdo de Aponiente, que un chef, aunque no se llame Ángel León, me sorprenda con obras de arte como su sopa de langostinos con ñoquis o arroz cremoso con plancton».

A Mario, está claro que le va a resultar muy difícil la travesía de este mes de julio sin bañarse en el azul acariciador del Atlántico, sin bromear con los benditos camareros del chiringuito y abrirse el alma en canal ante el espectáculo felino de unas puntillitas encebolladas al jengibre. De ahí su parla depresiva de esta noche, su arrastrado insatisfecho y quejica de los últimos días. Hace dos años, en el clímax mismo de un ataque de nostalgia tan tremendo como los de noviembre alto, le alcanzó la idea más extraordinaria que ha tenido hasta ahora en su vida: abrir el restaurante de sus sueños en Madrid. Bueno, no sólo él. Buscaría socios. El cocinero, el jefe de sala, los créditos. Movería Roma con Santiago.

Pero en Navidad, cuando tras cinco días de escapada al sur volvía a Madrid petado de marisco con la pata derecha morcillona y el dedo gordo a punto de echar rayos de dolor, le aflojó aquella aprensión. Además, su hermana Sum se vendría con él así que pasaran los Reyes. Ella le prepararía jureles al curri y tocinillos de cielo. El año arrancaba bien a pesar de la gota gorda que le mordía el pie . Pero Sum no aguantó ni dos meses. El cabrón de su jefe le quiso meter mano y, además, no había manera de conseguir nunca un buen cabracho en el mercado. Motivos más que suficientes para regresar a la Isla. Entonces Mario enfermó de verdad y , como en ocasiones anteriores, no tuvo más remedio que curarse con 14/16 horas de trabajo y una media docena de gin tonic al día. Todo para olvidar lo imposible de olvidar.

Estos días, en los albores de julio, cuando sufre de nuevo los reconocidos dolores de mar, que al cabo del tiempo son los achaques de ausencia por los que se le va la vida, sin embargo, tilila en su pecho quejumbroso la luz azulita de una esperanza. El viernes de estreno de la terraza de El Reina se le acercó Córcoles, un chef amigo formado en La Cónsula y luego pulido y hasta purificado en la Brôche y Mugaritz. ¡Se está pensando lo de abrir restaurante en Madrid!. Tiene equipo, los mejores proveedores y más de doscientas recetas propias. Sólo le faltan los socios capitalistas y un marquetiniano de lujo que eche a volar el proyecto.

Mario abrió la boca y se tragó un alfajor 2.0.  Luego el vodka haría todo lo demás. Por fin empezada a cuadrar su sueño. Pero el intermediario amigo que se maneja como pez en el agua en las fauces de los fondos buitre está en Singapur por tres o cuatro semanas. Volverá en agosto. Y por SMS  no se tratan estos asuntos. Reptará como pueda por el mes de julio hasta que las cuchipandas de BarbateZahara y los encuentros con los ricos de Soto Grande le reequilibren la serotonina. El notición de Córcoles es demasiado grande y entretendrá este tiempo de la basura pariendo ideas que unir al sueño.

El día 7 de julio, san Fermín, escribió a Córcoles la nota que sigue, con copia oculta para mí: » Córcoles, ¿no me habrás engañado con lo del restaurante?. Mira que yo he largado ya todo el trapo. Habrá dinero y tendrás promoción. Seguro. Me encargo yo. Lo que tú tienes que hacer es ir formando el equipo que vas a necesitar, pensar en las características del local, cómo distribuirás la sala, el tamaño de la cocina y cuánta luz natural quieres que entre por las ventanas. Te recomiendo que el color dominante sea ese que toman las aguas de El Puerto cuando el sol convierte a la mar en un banco de platijas. Las flores, si es que pones flores, que recuerden a las que brotan en las dunas de Doñana. Y que siempre haya alguien contratado que diga «pishaaa» muchas veces al día aunque no venga a cuento y otro más que nos recuerde de vez en cuando las mentiras que cuentan los marineros. El aceite de Jaén, claro. Hay que contratar también a un come kilos de palabras para que esté al corriente de todo lo que ocurre en los mares del mundo y nos mantenga al loro. Algunos días pondremos cante pero mu bajito y la sintonía del teléfono de reservas (tres notas nada más) se la pediremos a Niño Josele. Córcoles , tenemos que abrir la venta del siglo XXII, o sea, conseguir mezclar el olor de la cocina de nuestras bisabuelas boletas con las brisas marinas. No te digo más porque sabes de sobra lo que quiero: ocho, diez, quince, veinte platos chiquitos que todos juntos compongan la mejor sinfonía de sabor que se haya soñado en el sur. Los vinos, los que tu veas. Pero, Córcoles, o bebemos fino o se nos muere. ¿Y qué hacemos luego con el toro de Osborne?. ¿ Se lo damos a Cultura para que se meta el bien de interés cultural por…?. No hombre, eso no.»

Un comentario en «El restaurante soñado»

  1. ¡Genial! Una descripción preciosa de una de las mejores formas de parir un restaurante. He disfrutado como un enano hasta el punto final.

    Invito yo para la inauguración porque, después de leerte sería un desastre que no llegara a buen puerto.

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