En España, el paso de los 40 años se ha convertido en el retrovisor por excelencia por el que repasar nuestra historia reciente. Cuarenta años de dictadura franquista, otros tantos de reinado del emérito – ahora en largas vacaciones – y llegamos al cuarenta aniversario del frustrado golpe de Estado de Tejero, Milans, Armada y otros tantos militares fascistas. La tejerada cumple mañana cuatro décadas; un día infausto para la historia de España y muy destacado para aquellos que celebran sus derrotas como actos heroicos.
Si hurgamos un tanto en la hucha donde guardan memoria de sus hazañas, encontraremos más miserias y zozobras que victoria. El golpe de mano (o de comando ampliado) de Tejero en concreto no fue más que la expresión bufonesca, cuartelera y terminal de unos jefes militares franquistas nostálgicos de una España que administraron como un enorme campo de concentración al aire libre.
Y fracasaron porque su cobardía y dependencia pauloviana del jefe, caudillo o rey les imposibilitaba para dar un paso sin su consentimiento. El general Armada les dio seguridad de que el rey estaba con ellos en la determinación de salvar a la patria del terrorismo y el comunismo, proclama que encubría la destrucción de nuestra incipiente democracia.
Cuando se conoce que Armada no está en el Palacio de la Zarzuela “ni se le espera”, el tinglado circense con metralletas tronantes en las tribunas del Congreso, carros de combate circulando por Valencia y jefes militares amenazando a compañeros con pistolas montadas prestas para el disparo en despachos, salas de banderas de acuartelamientos y capitanías, comienza a cuartearse el montaje militar. Entonces, bastantes de entre los más de 250 guardias civiles y otros militares comienzan a relajar el nervio dándole a la priva de alto voltaje en el bar del Congreso.
«El periodista no acababa de poner en orden lógico los acontecimientos».
Pasadas las diez de la noche, el capitán Muñecas, que no siendo aún las siete de la tarde había anunciando solemne desde la tribuna del Congreso que esperaban la llegada de la autoridad competente, “por supuesto militar”, manoteaba y reía apoyado en la barra del bar junto a un colega verde ante un copazo de coñac bien servido. No era el único. El camarero (¿se llamaba Antonio?) moreno, alto, delgado y muy crispado desembuchó en una esquina de la barra al periodista quizás su primer aire de cólera: “¡No los soporto; no quieren nada más que coñac y whisky y nadie paga!”
Sé que el gran Miguel Ángel Aguilar, con el que el periodista compartió suelo en las tribunas de prensa, dejó escrito que cuando bajó, entre ocho y ocho y media pudiera ser, todos pagaban su consumición. Puede. Pero al menos a partir de las diez, aquello era barra libre servida por Antonio (¿?), confusión de militares con distintas pellizas: verdes, amarronadas y hasta de camuflaje, tricornios y gorras de plato estrelladas. También personal del Congreso a la orden o que buscaba una salida, y algunos periodistas rezagados que entre la curiosidad innata, el morro bien curtido por la labia y algunas copas gratis, se movían por la M-30 palaciega preguntando a los militones en nerviosa algarabía por esto y aquello.
Sí, a partir de las diez el Congreso, que no el hemiciclo, se serena algo. El periodista merodea de acá para allá en la gran planta baja del palacio sin mayor estorbo que la mirada severa de algún militar en movimiento. El teletipo de Europa Press continuaba apurando el papel imprimiendo noticias. Se hacía cávalas sobre lo que ocurría en el Congreso e incluso daba noticias del tiempo que haría al día siguiente. También que los militares habían ordenado la emisión de música militar a RNE. El periodista no acababa de poner en orden lógico los acontecimientos. De haber tenido que enviar noticia de urgencia, su crónica habría sido un texto de ambiente.
En uno de sus paseos hacia los servicios de la M-30, observa cómo van saliendo en disciplinada y vigilada fila diputados y senadores dispuestos a desaguar, o quehaceres más gruesos. El diputado Luis Solana, entonces portavoz de la Comisión de defensa por el PSOE, le chista: “¿Ha venido el ejército?” “No, creo que no. Casi todos son guardias civiles”. Vio cómo se le entristecía la cara aún más. Se preguntó qué pensamiento había activado ese gesto.
«Menos mal que habló el rey por televisión».
Al filo de las once de la noche – su humilde reloj funcionaba – oye fuertes voces en las inmediaciones del despacho de la presidencia del Congreso. Una pequeña y nerviosa montonera de hombres verdes irrumpe a buen paso y vivaz manoteo en el pasillo que se abre a la entrada principal del hemiciclo. De repente, el grupo se detiene como si un sargento mayor hubiera gritado «¡Alto!». Se distingue la voz del teniente coronel más conocido de los últimos años en España: “¡Ya te lo he dicho: o eso o nada!”. Dio media vuelta y entró junto a sus acompañantes en el hemiciclo portazo mediante. Un marino compungido y bien montado de gorra quedaba solo sobre la sufrida alfombra. Pasó rozando al periodista camino de la puerta de salida. Tuvo que abrirse camino como pudo entre los guardias. Nadie le hizo ni puñetero caso.
Cercana la media noche, el periodista fue al fin expulsado del Congreso sin haberse acreditado en ningún momento ante militar alguno o espía de paisano. “No tengo el pase de entrada y extravié la cartera”. “¿Y cómo entraste?” ¿Y ustedes cómo lo hicieron?” De inmediato, la culata metálica de un subfusil voló hasta su cabeza, cerró los ojos y encogido esperaba el golpe definitivo. Pero no llegó. Un cabo – era un cabo primero por su galón en la manga derecha – voceó a sus compañeros apostados en la entrada de la Carrera de San Jerónimo: “¡Dejad salir a este tío!”
La plaza frente al Congreso era la soledad mejor iluminada del mundo. Una valla metálica abría una panza desnuda frente a la escalinata de los leones. Más allá, algunos policías nacionales observan muy serios y el portal del Hotel Palace alumbra como en candilejas. El viejo coche del informador, un 124 color café con leche, daba a esa hora escolta solitaria al león de la izquierda del Congreso. Miró al frente y observó a un veterano colega de EFE merodeando. “¿Qué pasa aquí fuera?” “¿Qué estáis haciendo?” “¿Dónde puedo ir?” “Tú, a tu casa con la familia, allí es donde tienes que ir echando leches”.
Rodando por la calle Segovia más solitaria que nunca, se estremecía con la imagen de una España de nuevo bajo una dictadura. Al llegar a casa, tras los mil muchos besos y otras tantas lágrimas, las primeras noticias: “Te ha llamado mucha gente”. Y de inmediato sonó el teléfono: “¿Dónde se ha metido la ejecutiva de la UGT?” «Ni idea”. “¡Esto es la hostia! ¡Cagaos, que son unos cagaos!” Dijo que habían minado con explosivos las bocas de varios pozos y necesitaban la autorización para hacerlos explotar.
Menos mal que al cabo habló el rey por televisión. Pero qué largo se hizo ese tiempo de silencio.