La pandemia por la covid-19 lo acelera todo. Algunos sostienen que ha dado una patada al globo mundo de tal calibre que ha adelantado diez años o más los procesos de evolución económica y social en marcha (también los políticos y culturales). Así que la confusión, el desasosiego y el miedo son enormes, en tanto que los grandes brazos del pulpo tecnológico que se apodera de nosotros despliegan sus enormes ambiciones con la velocidad de la luz. Así, por ejemplo, impone con determinación casi militar el teletrabajo, las pantallas de ordenador y la digitalización masiva de nuestra vida económica y cotidiana con un despliegue propagandístico descomunal.
Las materias que agarra su abrazo musculado y poderoso son infinitas, pero hoy me quedo con las ventosas que nos proyectan hacia una teleeducación masiva que deja en pañales los sueños de control y comecocos que tuvo la dictadura de Franco cuando descubrió los efectos borreguiles y de abobamiento de la televisión hace décadas, que a la postre han derivado en enormes montañas de emisiones basura. Aunque ni siquiera es este aspecto el más relevante que se nos impone ahora, sino la ausencia de emoción con que se presenta la pantalla del momento; su falta de matices, el cansancio que produce su extrema frialdad y abuso, su incapacidad para educar.
La pantalla, como única ventana desde la que reconocer el mundo, solo nos permite utilizar los sentidos de la vista y el oído para aprehender los fluidos del entorno. De esta forma no puede haber, no ya educación, es decir, la construcción de valores que hacen posible operar en conjunto al maestro, la familia y el entorno, sino que ni siquiera puede darse la instrucción. A lo sumo, ese niño o joven frente a la pantalla como única escuela solo logrará ser una prolongación imprevista de la máquina.
«Maestro, familia y entorno no pueden ir por separado».
Por ello, a muchos nos enorgullece cuando países como Francia o Alemania (todavía) no dudan y deciden que las tres grandes etapas de la educación, primaria, secundaria y universitaria, sean presenciales sin excepción. Y entristece contemplar los desaires que recibe nuestra desasistida ministra de Educación, que persevera en la misma determinación pero que no puede dar pasos seguros. Hasta nuestro presidente, que está en todo (¿), omnipresente en tiempo de pandemia, no se le conoce una palabra sobre cuestión tan trascendente.
Instrucción y educación; maestro, familia y entorno no pueden ir por separado en la misión más salvadora del ser humano, porque al cabo, la formación de nuestros niños y jóvenes será tan deficiente que nos encontraremos al final de su paso por la escuela, el instituto o la universidad con analfabetos, o poco instruidos, e inadaptados al medio; personas aturdidas con conductas seguramente erráticas y puede que desconocidas en este momento.
Ante la pantalla, el ser humano no es solo una criatura destinada a la ceguera física, sino a la más definitiva: la emocional. Instruir (¿) sin un profesor que llame tu atención, que te indique (corrija o premie), te atrape con la mano de la palabra y la magia del conocimiento, la sorpresa y hasta el asombro de su discurso, que en ocasiones dibuja paisajes maravillosos, fórmulas mágicas que te hacen creer que eres el niño más feliz del mundo cuando notas el placer de haber conocido un secreto extraordinario.
«El profesor, la palabra y el aula serían lo último en desparecer».
Para instruirse y educarse es imprescindible el contacto físico con otros chicos y chicas; mirarlos de cerca, tocarlos (pelear, bromear, reír); contemplarlos hasta la bobería; reconocer el olor del aula y el aire de libertad del patio de recreo; notar el tacto rugoso del zócalo de la clase y distinguir el perfume que lleva la señorita; aguantar la impaciencia hasta llegar a contar a toda la clase, cuando te lo pide doña Luz, todo lo que has aprendido de los egipcios durante el fin de semana.
Esa parte esencial (corazón y alma) de la escuela es conocida desde hace siglos por los mejores hombres y mujeres que han pasado por millones de aulas. Así que creíamos que el profesor, la palabra (la lectura) y el aula serían como lo último en desparecer cuando el hombre que somos se viera abocado a apagar la última luz como especie. Pero parece que no quiere ser de esta manera, el relampagazo del coronavirus ha dejado tan aturdida a la humanidad y sus gobiernos que uno de los primeros trofeos que se entrega a los señores del ordenador y múltiples empresas Zoom es la escuela. Hasta nuestro gobierno ha comprometido la compra inmediata de hasta 500.000 ordenadores para niños y jóvenes de escasos recursos.