
Las conservas Reino de Navarra suministran todo tipo de botes y latas de verduras estupendas: alcachofas, espárragos, piquillos, tallos de acelga, cardos, hongos y setas… Todo es excepcional. Las encontramos por casualidad una mañana soleada y húmeda de Bilbao en un tenderete de mercadillo ambulante junto a la ría, casi a la sombra del teatro Arriaga. Desde que los probamos, nos acompañan siempre: pides sus productos y pagas por Internet. Esta nochevieja, celebramos sus pencas de acelga. Se abre el cristal, corre el agua del grifo dentro del recipiente un minuto y se deja reposar en agua fresca durante una hora para que expulse el vinagre y otros conservantes.
Pasado ese tiempo, y durante no más de tres o cuatro minutos, los verteremos en esa salsa sencilla que hemos preparado y que continúa hirviendo: aceite de oliva, ajo, perejil fresco, abundantes taquitos de ibérico, una cucharada de harina, sal y un buen chorretón de cava Brut Zero. En unos minutos, las disfrutaremos con una copa del mismo cava muy frío o bien un vino blanco del norte de aquellos que en ocasiones traen al paladar recuerdos a pizarra helada.
Estos platos se pueden compartir con los productos más sencillos del mundo, lo determinante es nuestra actitud. Si hay buen rollo en torno a la mesa: respeto y cariño, casi no importa la excelencia del plato o el buqué del vino. Aún así, si por ejemplo la primera cucharada de la crema de marisco y otras criaturas marinas te transportó muy atrás en el tiempo o acaso te hizo volar a un festín del futuro del todo desconocido y excitante, digamos que te ha tocado el gordo de los placeres que siempre buscaban los epicúreos romanos.
«La cocina de la abuela se la apropiaron los mejores restaurantes»
En estas fiestas que acabaron, los españoles, aunque no todos por desgracia, solemos volver a los sabores que nos criaron o nos recuerdan padres o abuelos. El problema es que traerlos a la mesa cuesta bastante dinero, diga lo que diga el gran Aduriz. La cocina de la abuela se la apropiaron los mejores restaurantes; las legumbres se fueron de precio y ya no hay nadie en casa para prepararlas en su tiempo adecuado. Y hasta la comida del pastor: migas, queso, morcilla, tocino y pan (y ese gazapo que cazó la perra Candela asado en una raña sin más aderezo que el olor del mediodía, una rociada de vino y la mínima cernida de tomillo seco sobre el lomo mientras chamusca”) es imposible. Los restaurantes Michelin, o que pedalean por la marca, se han adueñado del pescado humilde de años atrás. La raya, caballa, jurel y, pronto, la bacaladilla estarán imposibles o no se encontrarán.
Dicen los que aventuran el porvenir a través de las redes, esos licenciados en labia, palique y abantos de dinero, que la cocina vuelve a los sabores tradicionales; que su alocada carrera de fusión, confusión y rarezas comienza a pesar en el gusto (y el estomago, digo yo). No los creo mucho. Aunque sí he podido observar cómo después de más de veinte años de dominio de cocina de alto copete blanco y demás colores, no termina por dejar gran memoria y regalarnos algunos platos para siempre. Se prueba y reprueba tanto, se funde y se innova (oh, qué palabra) tan aceleradamente, que nadie repara en que, por ejemplo, Arzac consiguió un marmitako para la Historia o que el menor de los Roca lleva sus propios “tocinitos de cielo” a un insuperable culmen.
La nochevieja cerré la mesa con un gin-tonic de Nordés, la ginebra gallega que ha tumbado el récord de aromas intensos, raros y adictivos (los clásicos del gin-tonic la detestan) aunque lo mejor fue el encuentro con un trozo de chocolate ecuatoriano “pepa de oro“ llamado República del Cacao. Excepcional y genuino.