El aperitivo es un clásico en España, un hábito, una necesidad, una cura. Es como un árbol frondoso en el que crecen enormes y alargadas ramas que en su tiempo nos alumbran con flores multicolores y olorosas. Le llaman también tomar un café, una copa, unas cañas, unas risas o vámonos al centro, a Malasaña, al Arenal, al Tubo, a la calle Laurel…, a ese lugar o espacio donde especialmente el joven acude como el que necesita un beso urgente de quien ama o simplemente para limpiarse las telarañas del día o sacudir los cascotes que le dejó la semana en la chepa.
Los españoles somos muy de salir, como en general todos los mediterráneos. La calle, la plaza, la terraza o el bar son nuestra segunda casa, o la primera en multitud de casos. Es nuestra mejor, más atinada y antigua manera de socializar. La palabra, la risa y, en ocasiones, las canciones, nos espolean más que cualquier otro afán. Nuestros mejores deseos – y acaso algunos flecos del amor – los proyectamos en estos momentos: instantes que nos animan mucho más que cualquier otro anhelo personal o social.
Dos cañas relajan más que diez minutos de masaje en cuello y espalda, y un Gin Tonic a 24ºC y con leve brisa marina en la cara, incluso te hace creer que eres buena persona. Las tortitas vespertinas de El Corte Inglés y mil establecimientos más conocen la intimidad (con sus mentiras y cinismos incluidos) de nuestra clase media urbana con la precisión que Facebook jamás llegará a alcanzar, a pesar de los ingentes bombeos de inteligencia artificial que inyecta a la máquina.
El café, en sus centenares de formatos o presentaciones, guarda en su memoria de loro todas las fases de la soledad y sus caras, y la totalidad de las confidencias, pues gran parte de las decisiones que tomamos las construimos sorbo a sorbo. No hay canto de habaneras que no arranque después de un trago y viarios abrazos, y las chirigotas de Cádiz nunca hubieran sido escritas ni interpretadas sin ese perro encantado, verde y amarillo, que tienen tan a mano y llaman fino.
La borrasca del tiempo
El aperitivo es el psicólogo nacional, como antaño lo eran las sillas a la fresca de nuestras madres y abuelas. En torno a un velador plateado o apoyados en la barra vamos expulsando, exhalación tras exhalación, las silicosis acumuladas en nuestras almas tan frágiles. Las emociones surgen como un popurrí de canciones conocidas: ora me irrito y blasfemo, ora te beso en la boca. El aperitivo no ciega ni empacha; no termina en jumera o en la ciénaga, tiene su límite. Hay que volver al trabajo, ir a comer, recoger al pequeño, esperar a que salga ella de trabajar. Es solo un tiempo para relajarse, para expulsar las miasmas del día y recuperar el aire favorable que tanto necesitamos a través de la palabra, la risa, la mirada y el abrazo.
Es el mejor tiempo para conocer y reconocernos. La mirada del otro importa, y el fluir de nuestras conversaciones suele venir espoleado por una espita abierta del subconsciente. Sí, hablamos del tiempo o de la noticia del día que impacta, pero en realidad somos nosotros que nos miramos tratando de conocer hasta qué punto nos besa o nos taladra el tiempo.
La borrasca, estancada y espesa, de nuestro último tiempo persigue al aperitivo sin siquiera haberlo conocido. Todo es trabajo: vivimos muy lejos del tajo, el transporte es caro y la vivienda imposible. Nos roban ese tiempo para la palabra y el desquite.
No saben (aunque tampoco les importa) el daño que infringen a la tropa trabajadora al robarle ese tiempo del café o la Coca-Cola. Desde que el desayuno se toma en un cubil dispuesto en la fábrica y la oficina, o las cañas son para el fin de semana, el incremento de antidepresivos, ansiolíticos y otras serotoninas se ha multiplicado por no sé cuánto en España. Somos los campeones de Europa también en este pastilleo.
¡Con lo bien que cura la palabra!