Tánger es una ciudad que más que crecer, vuela. Es una enormidad de avenidas, con sus casas en orden, en el norte húmedo y buen aireado de África. Sus frondosas colinas, que iluminan al mar circundante, se vienen poblando de grandes bloques de viviendas de razonable volumen, en tanto que en los altozanos más selectos se ven crecer chalés y mansiones suntuosas que uno imagina adornadas de filigranas y bañadas en oro.
Tánger viene siendo empujada durante los últimos años por grandes proyectos económicos, comerciales, de transporte y urbanísticos. Lo añoso no desaparece de su piel, solo se limpia, y la romántica ciudad que miraba hedonista al viejo puerto desde sus penumbras de humo, sigue tal cual décadas atrás aunque algo escamondada y con más plástico.
Los moscones de antaño, los niños pedigüeños y los ciegos que se te echaban encima casi no existen; el boyante siglo XXI que sopla los ha destinado a otros menesteres. Pero las pijas de Sotogrande y de otras aldeas sureñas de ricos españoles continúan dejándose caer por su zoco con la mismas miradillas entre miedosas y suficientes de siempre, aunque con más informalidad y desaliño que lo hicieran sus madres y abuelas.
El vuelo del águila que mantiene Tánger no se circunscribe solo al espacio que dominaron sus cañones a principios del siglo XX, va más lejos. Sus arquitectos han sobrepasado el cabo Espartel y exhiben su penúltima joya de lujo turístico -Hotel Mirage- varios kilómetros litoral abajo. La línea costera que va de Tánger a Assilah es un lego en crecimiento espectacular. Tiene playas enormes de arenas finísimas y firmes, clima suave, dinero y determinación política para construir su “Costa del Sol” en el noroeste húmedo y pinoso del reino de Marruecos.
El mimo de siempre
Claro que al tiempo que se extiende un urbanismo a la occidental de salas cuadradas y grandes ventanales, persiste arracimada una cultura llena de tradiciones rocosas y casi tan inalterable como la religión que la inmensa mayoría profesa. ¿Un freno para todo? Quién lo sabe. De momento la fiesta del cordero (este año cayó el 22 de agosto) degüella decenas de miles de carneros con el mismo ritual del siglo XVII. Los matarifes, salpicados de sangre y bien amarrados los aceros con la mano, se cruzan por las calles con los turistas en bañador como si tal cosa. Y las mujeres marroquíes salen de las playas cubiertas con parecidos velos que las tapan cuando acuden al mercado por las mañanas.
Pasado y presente que parecen no tropezar. El encontronazo, no obstante, sí sucede en nuestro ojo prejuicioso y la excesiva pituitaria que sacamos. En la casa del marroquí hospitalario, o sea, en la práctica totalidad, solo encuentras atenciones y cariño. Y tratándose de comer y festejar, los zalameos son aún mayores. Sus platos tradicionales continúan siendo excepcionales: tajines, cuscús, pastelas…; su pan exquisito (pan Al khobz); y el cordero y el pollo se cocinan con el mimo (tiempo y receta) de siempre. Jengibre, cúrcuma, comino, pimentón, aceitunas, almendras, dátiles, etc. cumplen cada cual su papel ritual en una liturgia culinaria imprescindible. Los pescados (¡ay, la salsa chermoula qué bien los trata!) se han colocado en un papel principal; y aún se puede disfrutar de la compra en lonjas fresquísimas cuando en España es quimera.
Ya quisiéramos mantener nuestros cocidos, potajes y estofados tradicionales al mismo nivel que ellos se esmeran en preservar sus grandes referencias alimentarias.