No dejo de ver los últimos días gente deleitándose con exagerados lametones al helado. Ha llegado el calor. Este es un país muy aficionado al dulce. El consumo de tartas y helados no deja de crecer año tras año. Hasta el ministro Planas se acaba de hacer eco de ello en la presentación del Informe 2017 sobre el consumo de los españoles. “El de helados y tartas subió un 7,5%”, se dice en la nota distribuida. En mi barrio existen casi tantas heladerías como peluquerías, que ya es decir, porque de Chamberí salen los esculpidos capilares más llamativos de Madrid, de la misma manera que Lavapiés produce los más étnicos y exóticos. Además, los mil restaurantes en el núcleo central de su trama urbana son en buena medida también heladerías. “Casi la mitad de los postres que servimos en este tiempo incorporan algún tipo de helado”, comenta una camarera de Perrachica.
Y así, cuando sobre las ocho de la tarde paso por una de las heladerías próximas a la glorieta de Quevedo, que ofrece como gancho quince mesas extendidas sobre la inmensa acera, veo como una parejita tortolera se larga cucharaditas de helado uno a otro; el vecino Juan cumple con el rito de atiborrar a su nieta con una montaña de helado de chocolate y nata y un grupo de Erasmus, o similar, de italianas, intercambian varias tarrinas con tanta dedicación adictiva como aplomo, recuerdo, una vez más, al maestro de todo esto que llamamos comer y beber con satisfacción y juicio, Grande Covián. Él dejó en una revista científica una frase (cito de memoria) que decía algo así como que “La adición que nos produce el dulce y la grasa es tan grande que llega a superar el apetito sexual”. Ahí debe de estar la clave de nuestra extremada afición por el helado. El dulce y la grasa disfrazados con aditivos y bañados en leche. O sea, lo que más gusta al hombre en todas sus edades, desde el bebé al anciano.
Pero he observado algunas particularidades más sobre el consumo de helado. Los establecimientos más demandados son aquellos que lo ofrecen más esponjoso, graso y dulzón y exponen en el exhibidor más sabores. Y, claro, también son más voluminosos y baratos. Aunque el precio no es lo determinante. Existen aún heladerías tradicionales con obradores y productos de calidad y a buen precio que languidecen y cierran. Así un establecimiento recientemente abierto en la calle Luchana de Madrid, junto a la glorieta de Bilbao, vende unos helados gallegos (bico dexeado) que son una pasada; pero la chica que los sirve y sonríe siempre está más pendientes del color de sus uñas y la compostura de la blusa pues nadie le urge, carece de demandas.
Madrid vs Londres
De esta manera suena nuestro tiempo. Permanece intacta la inclinación de la especie por lo dulce y la grasita, pero ya no nos molestamos en exceso en separar el grano de la paja, sino que comemos un poco como las bestias: mezclándolo todo. Porque, y volviendo al Informe presentado por el ministro de Agricultura que da cuenta de nuestros hábitos alimenticios, conviene subrayar que los españoles comemos, por encima de cualesquiera otros productos, ensalada verde o de tomate, muchas pero que muchas pizzas, toneladas de pollo y grandes trenes de lentejas. Somos también en cuanto a alimentación más romanos que árabes, más gladiadores que arqueros. Nos sigue gustando demasiado la calle para catar de todo, pues más de la tercera parte de la pasta que dedicamos a comer y beber la empleamos en terrazas y restaurantes. Vamos, que, si nos enterrara la ceniza de un volcán como ocurrió con Pompeya, los arqueólogos nos encontrarían siglos después resecos y tiesos junto a la barra del bar o agarrados a la pata fósil de una mesa.
Todo lo que observamos nos viene a confirmar que los años de los masters chef, cuando el español ha decidido ser el cocinero universal que desplaza de los fogones al asiático y nuestros camareros quieren competir con la memoria del gran servidor de mesas de la Viena Imperial, resulta que nuestro progreso es escaso o, por lo menos, va lento.
No quiero abusar aún más de una narración pesimista, pero no tengo más remedio que rematar esta nota con la apreciación que tiene sobre lo que “nos pasa” en materia de restauración de Nieves Barragán, una chef española en Londres que bate récord. “La capital gastronómica de Europa es Londres. En España tenemos una idea muy distorsionada de la ciudad inglesa (…) No sé si me atrevería a ofrecer en España la cocina que hago en Londres, aunque sea española, porque allí son más innovadores” (…) Hay una gran variedad de productos de una calidad excelente: alcachofas, mucha verdura y marisco, más material (que en Madrid) (…) Hay crítica gastronómica de dos o tres páginas en los diarios semanalmente (…) y el respeto que tienen en Londres a un chef es impresionante”. ¿Ocurre en España igual?