La cocina vietnamita no existe

Teresa Muñiz
Fotografía: Teresa Muñiz

El hotel Rex en la antigua Saigón, ahora llamada Ho Chi Minh, lugar de estancia preferida de la prensa internacional durante la guerra de Vietnam (heavy drinkers enredados en montañas de teletipos, radios como zapatofónos y cámaras de cine al hombro prestas a rodar escenas de violencia) es hoy un cinco estrellas de superlujo envuelto en los fulgurantes logos de firmas como Chanel o Rolex y a escasos metros de una imponente estatua de Ho Chi Minh, el conductor de todo esto, su líder, guía y venerado dios que condujo a los charlies hasta la victoria sobre Francia primero y el poderoso ejército norteamericano después.

Aquí todo ha cambiado en treinta años, menos el régimen dictatorial comunista de Hanói, aún más feroz que el chino en cuanto a violación de derechos humanos. La prensa libre no existe y ni siquiera se permiten remakes de los viejos dazibaos rojos de la época de Zhou Enlai. Pero batallones de motos (casi cuarenta millones según la propaganda oficial) han sustituido en la calles vietnamitas a las bucólicas y tristísimas bicicletas. El régimen aprueba cada año decenas de programas de inversión (turismo, infraestructuras…) y abre las puertas de par en par (seguridad jurídica garantizada, beneficios fiscales, capital humano intensivo y baratísimo…) a los capitales extranjeros que se transforman en este país en gigantescas torres de apartamentos, resorts y campos de golf, aeropuertos recoletos de última generación, centenares de kilómetros de nuevas carreteras, y puertos y playas que se abren al comercio mundial y a prestar su sol a centenares de millones de chinos, coreanos, japoneses, indonesios, filipinos, norteamericanos de la memoria y europeos aburridos de contemplar sus ruinas culturales.

Este país viene mutando de la pobreza extrema (miseria) a la moderna esclavitud a la velocidad de sus motorinos contaminantes. El pueblo que, con un puñado de arroz y un coco, escribió una epopeya memorable sobre el valor y la resistencia humanas enfila ahora una alocada carrera en moto hasta la conquista de la esclavitud más sublime (empleo de 14 horas de trabajo al día por cuatro o seis dólares que, con el tiempo, le traerá una casa de cuatro metros de fachada, puede que un frigorífico y hasta una lavadora más tarde, el sueño de un coche quizá y algún dinero para comprar un seguro médico que le alivie el reuma).

Y entretanto, las ratas roen los embalajes que guardan los bolsos falsos de Prada en los muelles de sus numerosos puertos y trepan por los pilares de sus contadas joyas culturales, como el puente japonés de Hoi An; una ciudad, o mejor, un brochazo de casas minimalista y entrañable en el centro del país, donde los roedores más repugnantes toman, además, las aceras incluso antes de que se huela la noche.

Milagros naturales como la bahía de Ha-Long en el noroeste del país y el fabuloso delta del Mekong, en el sur, con sus nueve brazos de diluvio zarco, son asaltados, confundidos y crecientemente contaminados por centeneras de barcazas cargadas de turistas cegados por la curiosidad que provoca una naturaleza tan salvaje, ofrecida, al cabo, píldora a píldora como un parque temático.

No obstante, todo va bien. Se crece al 7% anual y se crean millones de empleos de entre tres y cinco dólares al día. Vietnam es el paraíso de la mano de obra de saldo y el afortunado destinatario de la campaña de imagen internacional más intensiva, potente y exitosa de la última década. Algunos poderosos -seguramente norteamericanos pero no solo- han decidido colocar a este país en el mapa de la novedades y milagros del mundo y, luego, grandes agencias internacionales de la comunicación, el marketing y la propaganda se han puesto en marcha para contar al orbe cómo se construye un nuevo paraíso en Oriente en el vientre mismo de la Conchinchina, ese lugar remoto donde en otro tiempo solo lograron penetrar los santos y los soldados.

Así, se exhibe sustentada en la nada una emocionante y sorprendente cocina vietnamita (no se lo crean: no existe), la red hotelera y los circuitos de ocio mejor equipados y chic de los mares de China (atención, son deslavazados y lujosos mamotretos turísticos pinchados en medio de la nada, pues la carencia de infraestructuras es similar a la de la España de los años sesenta), y la sensación de un país en marcha que crece gracias al viento de cola que ofrece la mano de obra más barata de la región, que sus autoridades ofrecen al capital especulativo y al comercio mundial como carne fresca bien enhebrada en el pincho vietnamita.

Hasta el país que en el último siglo era bautizado con millares de bombas todos sus amaneceres han entrado de nuevo los norteamericanos, pero también japoneses, chinos, australianos… regando inversiones que le traerán un asegurado momio. Al igual que en los años sesenta y setenta se quiso confundir al mundo con la propaganda de que allí se libraba una batalla legítima por la libertad en contra del mal absoluto que era el comunismo, hoy se pretende aturdir con el embeleco del milagro turístico y la cruzada de un pueblo que busca con obstinada determinación su pan y su paz. Todo es cierto, pero si le quitamos el humo de la propaganda observaremos que aún es solo un alevín al que no se le adivina más que la cabeza y la raspa.

Sí, una Norteamérica ahora más inteligente y práctica (Clinton lo inició todo y Obama acaba de bendecir la obra en marcha) utiliza para ganarse el favor del régimen de Hanói la malquerencia que relaciona al vietnamita con el chino, su hermano mayor del norte que siempre hizo con él lo que le petó. Aquí se habla cada día menos del horror de la guerra contra el yanqui y poco a poco dejan de estar a mal con los hijos del tío Sam.

No sé por qué, pero desde el momento que llegue a Hué se me instaló en la cabeza una casete que repetía sin cesar la misma canción de letra triste: Paint it black, de los Rolling Stones esa que cierra la película La Chaqueta Metálica, de Kubrick.

No sé por qué, pero Vietnam aún huele a metralla, aunque la selva lo haya cubierto todo y los arrozales guarden silencio.

No sé por qué, pero con aquel país de guerreros se continúa jugando en los despachos de poder del mundo. Ahora la guerra se practica en el monopoly.

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Teresa Muñiz
En numerosas ocasiones, paseando, asomada a una ventana u observando un objeto, nace en mi la necesidad de detener esa visión. Poseer esa imagen de una manera instantánea y veloz nada tiene que ver con mi trabajo pictórico, pero me sirve de referencia y confirmación de lo que en ese momento me interesa. Esta reflexión viene al caso porque, conversando con Pepe Nevado y celebrando nuestra colaboración tan fructífera que culminó con la publicación del libro Pan Soñado, se me ocurrió proponerle seguir caminando juntos pero en esta ocasión con fotografías. Aquí están”

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