Las sociedades complejas buscan sobrevivir bien cambiando de piel, bien cultivando la sencillez extrema como los más puros estoicos. Ocurre de esta manera en Andalucía. Si entramos en el bar El Pirulo, en Moriles, a las dos de la tarde de cualquier día laborable, ese túnel del tiempo que son los cinco pasos que van desde la puerta hasta la barra más limpia del mundo te transporta a los años cincuenta y te sentirás como Dios al observarte como un hombre del futuro.
De la misma manera, puede ocurrir que, acodado en la barra más convencional del Puerto de Santa María, te sirvan un Tío Pepe manado de una botella galáctica color verde esmeralda, ya que el histórico fino del sur lo han despojado de su mítica coraza de vidrio negro «para adaptarse a los tiempos».
La enésima aventura de los bodegueros tradicionalistas gaditanos para dar salida a los caldos que el mercado rehúye es demasiado estúpida como para despacharla en dos párrafos. Le dedicaré un artículo muy pronto porque hasta al Ponche Caballero le han practicado una enorme liposucción.
Hoy me quedo media hora en el bar El Pirulo porque allí la austeridad es genuina, limpia como su barra chapada de formica (o similar) cuando le pasan el paño húmedo, y auténtica como sus parroquianos.
Es un bar en el centro del pueblo; desde sus esquinas parten calles que acaban convertidas en carreteras locales que conducen a Lucena, Puente Genil, Jauja, las Navas del Selpillar… y hasta un caserío, rescoldo de antiguos señoríos, donde han clavado La Venta de la Camila en la que no debes pedir migas, pues son malísimas y vienen sin tropezones.
Al entrar en El Pirulo llama la atención el enorme ruido ambiente, el hueco vocerío que emiten los ocho o diez hombres que se apeanan sobre la barra y hablan (o eso creen ellos); el tronar de voces tan español es estridencia propia del grito. Pero te adaptas rápido al paisaje sonoro, el trueno gutural se te olvida porque pronto Pepe, el dueño, te acerca una copa de vino (moderada de tamaño) ligero, equilibrado y rico en suma. Uno de los habituales -en dos minutos todos nos hemos cruzado miradas y pronto, invitaciones- dice tomarse todos los días unas copitas antes de comer. Pero con rapidez, su compañero de collera, me canta al oído: «¿Unas copitas? Catorce o quince al día. Y puede que no menos de dos cubatas a la caída de la tarde».
Pudiera ser. Algunos de los presentes están regordos como budas felices y seguro que, frente a aquella barra desnuda que calienta el vino, cuentan las historias más extraordinarias, pues también es zona de cazadores y de devotos por las mujeres.
Si logras zafarte por un instante del zumbido ambiente y observas el local, te sorprende que no tenga un grifo de cerveza siquiera y, si apuras el ojo un poco más, notarás que Pepe, el camarero, tampoco está. Es un fantasma que de vez en cuando se hace visible, rellena las copas y ofrece una tapa que trae de la cocina más silenciosa del mundo.
Berenjenas fritas que aún queman, muy cortaditas, ligeras y limpias de aceite, deliciosas; boquerones fritos a la andaluza, de escándalo; luego, finas rodajas de chorizo local con un toque de plancha, que vuelan, y de cierre un buen plato de morcilla de sangre única.
El fin del aperitivo no es menos agradable: dejas más dinero en la propina que el que Pepe te ha pedido «por el género».
Ya en la calle, dejándote vencer por el sol de este invierno que no conocíamos pero que te abraza los hombros como un sueño de amantes, el amigo que nos ha introducido en aquella caja mágica de vino y memoria llamada El Pirulo cuenta que Pepe despacha no menos de cien arrobas de vino al año; que Sole, su mujer, no sale de la cocina así que asoma la primavera. ¡Y la fila de veladores en verano es tan larga como un tren!
Como toda historia cierta, este paso por la Andalucía interior, que mantiene intacta la esencia que le da su carácter histórico, debería traer una conclusión o moraleja. Pero no es posible. Pepe y Sole simplemente viven, trabajan y ofrecen a todo el que entra en su bar aquello que mejor tienen a mano y al precio que el pueblo puede pagar.
Nunca le falta parroquia. Ni alegría.
TERESA MUÑIZ: “En numerosas ocasiones, paseando, asomada a una ventana u observando un objeto, nace en mi la necesidad de detener esa visión. Poseer esa imagen de una manera instantánea y veloz nada tiene que ver con mi trabajo pictórico, pero me sirve de referencia y confirmación de lo que en ese momento me interesa. Esta reflexión viene al caso porque, conversando con Pepe Nevado y celebrando nuestra colaboración tan fructífera que culminó con la publicación del libro Pan Soñado, se me ocurrió proponerle seguir caminando juntos pero en esta ocasión con fotografías. Aquí están”.
Buenos días Pepe y feliz año nuevo. Me dejas como el año pasado ensimismado con tus artículos y frases, pero la encontrado mucho contenido y sentido a la ultima «aquello que mejor tienen a mano y al precio que el pueblo puede pagar», esto ocurría en este país antes de la voragimen de la globalización, mucho antes de la democracia, lo llevábamos en nuestra piel. Estas cosas son las que nos pueden hacer sobrevivir como personas y como país. Un abrazo.