El otoño es al vino lo que el blanco a la boda: su color. Recién caída la persiana de la vendimia y apagada la cocida del mosto rápidamente aparecen las nuevas guías que puntúan los vinos más recientes. Es el tiempo de salir a vender los caldos que esponjan el invierno de los hombres que aman “la bebida de Dios”. Y también el momento de visitar bodegas para olerlas, catarlas y celebrarlas. Las primeras noticias que llegan sobre el estado de forma de las nuevas cosechas son algo tristes: las narices de oro anuncian la menor puntuación de los últimos años, pues las cosechas de 2013 y 2014 -aunque no en todas las regiones vinícolas de España- fueron mediocres. Los salva, no obstante, la mano del hombre, ya que nuestros vinos continúan siendo muy buenos, aunque no se logra alcanzar la excelencia de otras añadas: la pericia del enólogo no llega a ahondar allí donde la naturaleza no lo permite.
En cambio, no se detiene el nacimiento de ideas para acompañar, ensalzar (y vender más y mejor) el vino. Las bodegas Valduero (su blanco albillo es único) no paran de alumbrar campañas imaginativas con las que ayuntar sus vinos. Hurgan, como tantos, en el caladero de la cultura, aunque aciertan más que la media. Ahora llevan la bodega hasta la Facultad de Bellas Artes de la Complutense para que sus estudiantes den rienda suelta a su imaginación creativa y se expresen sobre el “lienzo en blanco” del frontal de una barrica de la casa ya cumplida en la crianza de vinos. Luego de dos meses de movida habrá 30 finalistas y sólo cuatro ganadores. Como se ve, la idea de estampillar el frontal de las cubas no es nueva (no hay bodega sin la firma de un famoso en su cava principal), lo frondoso del caso es que estos chicos van a coquetear con el arte, con la imaginación plasmada en madera del artista joven que se forma en la escuela apropiada.
Y es que el color se une a los vinos españoles de manera creciente durante los últimos años. Algunos dicen que la moda, ya demasiado persistente, fue traída por nuestros vendedores de lías en el mundo. A estos les llamó la atención las etiquetas vistosas y muy adictivas para el ojo que encontraron en California, Australia, Sudáfrica y hasta Italia. Otros informan que todo empezó cuando la Rioja unió sus espectaculares otoños (“miles de colores vuelan y caen cantando”) con la promoción y visitas a sus bodegas. Los hay, en fin, que decidieron hacer marketing de nuevas bodegas de vinos desconocidos (o en desuso, como los vinos de Madrid, por ejemplo) que tiran de color, diseños atrevidos y nunca vistos y oídos en lagar alguno.
Sea como fuere, lo cierto es que en ocasiones algunos anaqueles de vinotecas te devuelven imágenes como bofetadas que recuerdan los bailes de banderitas de feria o lineales de orgullosas tiendas de pinturas. Escenografía, claro está, poco acorde con la severa historia del vino (buena uva, cava profunda, tiempo y paciencia), pero que llama la atención de aquellos que nunca lo conocieron y, por tanto, nada lo aprecian. Mi amigo Verdú, que se ha leído todos los tebeos (y mangas) del mundo, sostiene que de esta manera empezaron los creativos y comerciales de los zapatos deportivos. “Colocaron unas Converse en los pies del actor vestido de esmoquin que subió al estrado a recoger el oscar, y desde entonces calzan casual los pies más exquisitos de la tierra. Su victoria ha sido tal, que sólo les queda una persona en el mundo a la que colocar unas Nike en ceremonial rimbombante: la reina de Inglaterra”.
Puede que alcancen el éxito caminando por esa nueva vereda del impacto y la ruptura aristocrática bendecida por la mismísima Vogue, pero me parece más natural el camino que inicia Valduero (las tierras de Gumiel de Mercado también hacen milagros): treinta finalistas, cuatro galardonados y alguno, luego, ceñido como guante de honor en sus botellas más célebres. Porque el buen vino debería ser sobre todo naturaleza encauzada, como el agua que discurre en cierto orden por el regato y el aire que silba en los bosques dependiendo de los atajos que le permiten las copas de los árboles.
De todo esto, color y naturaleza, la persona que más siente y conoce es Agustín Ibarrola. El artista vasco del Equipo 57, conoce la inmanencia de la tierra, con sus bosques y sus pedregales, de la misma manera que los mejores poetas romanos entendían de la huerta y el cereal; distingue el aliento de la piedra y habla con ella cuando descubre su labio morado en una grieta y convierte sus recovecos, grandes lomos y panzas en abrazos rojos, blancos, azules y amarillos de reencuentro.
También los bodegueros deberían pasarse por la Dehesa de Muñogalindo, en la provincia de Ávila, allí encontrarán más de un centenar de piedras recuperadas por los colores de Ibarrola para la ceremonia de un nuevo goce del hombre con la tierra. Un refugio erosionado de castros celtas, un granito recostado, sin aristas ni duelo por los siglos de los siglos, y la encina centenaria, que ampara al efímero orégano, han vuelto a ser protagonistas para el ojo del hombre moderno que vuela ya casi ciego. Lo esperanzador es que Ibarrola tiene numerosos imitadores. Poco a poco veremos numerosos restos del terciario coloreados con titanlux.
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