Enrique Vila-Matas escribe esto en EL PAÍS del pasado día 28 de septiembre “… Regreso a París, capto imágenes que me indican que el pasado no está muerto (…) ¿Cuántas generaciones son necesarias para revolucionar las viejas formas? Los liceístas del bulevar Saint-Germain de hoy se comportan y visten prácticamente igual que sus bisabuelos”. El escritor casi llega a emocionarse cuando, ya en el hotel, ve y oye un documental absorbente donde la voz de Roland Barthes dice “Hablamos sin saber que hablamos”.
Habrá que rogarle al autor de Dublinesca que dé un paseo por Madrid e intente descubrir en ella una brizna de pasado edificante que continúe viva. Yo no la encuentro. La ciudad lleva décadas largas consumiendo su pasado como un rentista parásito. Durante buena parte del franquismo la ciudad se quedó inmóvil, como una Habana en Europa. Dominaba el chuzazo del sereno, mientras crecía en sus fachadas esa pátina oscura que se llama mugre. Cuando vino Eisenhower y anunció al mundo que estaba permitido hacer negocios con la dictadura, la capital se abre de piernas a la especulación de “los banqueros y albañiles del régimen“ (Raul del Pozo). Entonces crecen auténticos faraones del ladrillo como José Banús que pasa de construir el Valle de los Caídos (presos políticos que se redimen como mano de obra) a erigir hasta el cielo el Edificio España (ese que ahora el chino quiere derribar) y los grandes ensanches como el Barrio del Pilar. Madrid se convierte pronto en una ciudad de provincias rodeada de miles de torres destinadas a obreros y funcionarios. Cuando Moratalaz, Vallecas, San Blas, Villaverde y los Carabancheles están colmatados, se fijan en el centro de Madrid: Lavapiés, Chueca…. Pero Franco se está muriendo, suena el claxon de las libertades y el nuevo urbanicidio es impedido.
La democracia, luego, nos lega una ciudad de un monótono color gris: misma piedra, mismas plazas, mismos arboles, mismos bancos, mismo… Igual da estar en una rotonda de Carabanchel que en la plaza de Olavide, en Chamberí: todo huele a tortilla de patata y sabe a contaminación.
La crisis detuvo la moribundia desarrollista de Madrid pero a cambio convirtió sus calles en vertederos. Desde hace uno o dos años – cuando nuestras viviendas y edificios singulares alcanzan precios de coña -, reaparece de nuevo la guadaña: los fondos de inversión sajones y grandes fortunas del mundo compran edificios singulares que transformarán en nuevos negocios para el consumo. Traigo aquí un ejemplo: calle de Fuencarral, centro ciudadano de gran proyección comercial y lúdica. Allí, como leemos en El Confidencial del 2 de octubre, ocurre esto. “Fuencarral ha entrado de lleno en el punto de mira no sólo de los inversores, que han visto en ella muchas posibilidades de conseguir rentas muy jugosas en la zona, sino también de las grandes marcas de moda y restauración (…) En tres meses se han cerrado tres operaciones muy significativas (…) Schroeder Real Estate –en nombre de la inmobiliaria Europa Direkt – compraba el edificio situado en el número 136 que alberga el Cine Proyecciones. Por él desembolsó 25 millones de euros. Un mes después, la gestora de fondos inmobiliarios Activum -aunque fue Talus Capital quien dio la cara en la operación- se hacía con el emblemático Mercado de Fuencarral por 22 millones de euros, y hace apenas una semana, el fondo USA GreenOak ponía sobre la mesa de la Tesorería de la Seguridad Social 21 millones por Fuencarral 77”.
¿Qué Madrid tendremos así que acabe esta nueva invasión? No parece difícil predecirlo: volverá a ser de nuevo “el corralón manchego” (con perdón de La Mancha) sin alma y carácter que fue por siglos. ¿Qué quedará de ella? Casi nada. Ni siquiera el olor a café de catedrales de la conversación como fue El Comercial (victima también de esta operación Fuencarral).
La historia construye las ciudades que merecen la pena con la fuerza del talento de sus hombres, el poder y el dinero. París es fruto de la revolución y la razón, Berlín el emblema que Bismark quiso para la nueva Alemania, Nueva York, la irrupción hasta las nubes del capital transformador que cambió el mundo del siglo XX, San Petersbugo… Y ahí están: “Su pasado no muere”.
Madrid nunca tuvo una revolución, un banquero ilustrado o acaso un espadón con pretensiones que le concediera notas de eternidad. Así camina, cerrando establecimientos como El Colmao de Chema (pato del Delta, sal de Ibiza, huevas de caballa de Huelva, vino del Bierzo y una barretina que a nadie molestaba), y abriendo espacios para que los chinos, esos nuevos ricos, compren lo último de L’Oréal. Las ciudades con orgullo dan entrada a las tiendas de Armani sin que estas tumben las huellas de su pasado. Madrid no sabe hacerlo.
El análisis de la realidad cotidiana que hace Pepe, me deja siempre pensativo e inquieto, porque siempre lleva el razonamiento a la situación real en que nos encontramos.