Paseando por la calle en ocasiones nos sorprende, para nuestro regusto y admiración, la presencia de algún famoso o conocido. Al fijarnos con toda atención en su figura, resulta que en la mayoría de los casos no se trata de él o ella, es simplemente otra persona que se le parece. En la zona de Madrid que frecuento suelen pasar actores y actrices de moda, pero sobre todo gentes que tiene algún parecido con ellos.
Hace unos días, sin embargo, ocurrió que vi a la actriz y cantante Leonor Watling, de riguroso esport, caminando veloz con sus dos pequeños hijos al cuidado de sus manos y trotando al ritmo de ¡vamos vamos! Dos días después en la espera de un semáforo advertí un ojo, el perfil de un pómulo, una coleta y una espalda que me condujeron a la actriz de Hable con ella. Pero no, se trataba de una chica algo más joven, con la sorpresa en los ojos más atenuada y, acaso, con dos o tres kilos más que la actriz. Al ponerse el semáforo verde y dar los primeros pasos, volvió a confundirme. ¡Anda igual! Pero no, cuando nos habíamos separado algunos metros supe que no era lo mismo, aunque sus pasos fueran clónicos.
Me ocurre igual con la doble de Natalia Verbeke. Se trata de una enfermera que acostumbra salir a la calle a echar un pito. El tipazo, el rostro, la conversación agitada y festiva que mantiene por teléfono son un calco de los parámetros de la actriz, pero cuando al cabo observo su mirada, incluso alegre, se acaba todo: no es la misma, no es lo mismo.
Sucede algo parecido con el Robert Mitchum de la gestoría. La primera ocasión en que me tropecé con él, salía de su chiscón en dirección a la cafetería de enfrente; creí que se repetía ante mis ojos la escena de “la cacería de los malos “de la película El Dorado, aquella batida en la que Mitchum interpreta a un sheriff borracho arrastrado hasta su redención por las palabras certeras de John Wayne. El rictus de su cara, la mano izquierda sujetándose el estómago en llamas y los andares del rengo eran casi idénticas. Pero no era lo mismo: el duro de la gestoría huele a colonia regalada en Navidad.
También me cruzo de cuando en vez con un Brad Pitt que todavía no ha dado el salto desde Colorado a la fama. Pero no es lo mismo: su sonrisa está ayuna de ironía y sus ojos no saben esconder la timidez mirando al cielo.
Traigo este largo preámbulo para que me sirva de puente con el que engarzar lo que realmente quiero subrayar en este comentario: nos inunda la imitación, los parecidos, las copias de lo auténticamente real y con densidad. Invadidos estábamos por millones de productos chinos y arrasados por las imitaciones marroquíes, o levantinas, tanto da, cuando aparece la horda de los nuevos cocineros nacidos de los miles máster chef y el becariado de tantos cocineros de lustre. No hay barrio de Madrid, al menos, que no haya visto abrir una docena o más de restaurantes, gastrobares, bistrós, taperías (o trapacerías) teniendo al frente un triunfito (o eso dicen ellos) de concurso de cocina. Buscan ansiosamente ser originales y presentan platos diferentes a los de la competencia, pero los iguala el ego. Ellos son únicos, tienen un proyecto único que parece una misión única y están seguros de triunfar. Los primeros días en estos locales suelen ser de trompeterías y amigos; la juventud baila alrededor de sus barras bien dispuesta y de diseño copiado, en tanto que las abuelas, las mamás y la memoria del pueblo se espolvorean por la carta en forma de croqueta, guisos de morro y sartencitas de chicharros.
También tiene su parte positiva esta invasión de cocina televisiva y blog gastronómico de internet. Una nada despreciable, es que serán empresas efímeras, sus persianas caerán pronto, aunque mientras permanezcan el mundo se alegrará porque unos cuantos habrán dejado de pasar por el Burger King, el McDonald o el kebab pringoso; también mi amigo Peñin podrá presumir en Orgiva de haber vendido su vino alpujarreño en el centro de Madrid, y un puñado habrá descubierto que le gustan las verduras, o sea, esos montoncillos verdosos de hierbas que antes llamaban forraje.
Claro que también (fuera ironías) nos están diciendo que hay otra manera de comer más variada y atrevida, que las grasas saturadas no lo son todo y que la proteína no viene sólo de la vaca que nació, vivió y murió prisionera. El problema está en que bastantes de estos restauradores noveles creen que un invierno de meritorio en la cocina del mago les convierte en artistas y se atreven a inventar nuevas sombras como el discípulo atorviscado de Rembrandt. Vamos, que creen que el secreto de un buen plato de oreja está en dejarla cocer toda la noche y no en preguntar a qué cerdo se le cortó el apéndice.
Con todo, su esfuerzo es enorme, y su aporte, poco o mucho, el tiempo lo dirá; además, arrumbarán numerosos paisajes culinarios de hules y chuletones al infierno tan resistentes. Lástima que carezcan de la virtud de la humildad. Aunque tampoco es del todo su culpa: en las prácticas les martirizaron con ¡sois únicos, sois únicos!