Platea: Estrellas Michelin y encurtidos

Teresa Muñiz. Acuarela y temple sobre papel.78x89.2008
Fotografía: Teresa Muñiz. Acuarela y temple sobre papel.78x89.2008
Teresa Muñiz. Acuarela y temple sobre papel.78x89.2008
Teresa Muñiz. Acuarela y temple sobre papel.78×89.2008

Detesto cada día más las bullas: las evito siempre que puedo. De entre toda clase de empujones, colas, apretujones y bamboleos los más insoportables son aquellos que se sufren en bares o restaurantes: comer o beber a empellones no va conmigo. Por ello tardo en acudir a los lugares de moda, o acaso no llego a pisarlos nunca. Y si lo he de hacer procuro esa hora a deshora o ese día en que la marabunta se entretiene en otros menesteres o se ha ido de vacaciones.

Así que nunca había pisado los 6.000 metros cuadrados dedicados a comer y beber que es ese grandísimo centro de ocio gourmet abierto el pasado verano en Madrid llamado Platea. Aquello fue un viejo cine de cinco balconadas, y más, reconvertido ahora en espacios pretendidamente selectos para comer, beber, disfrutar y hasta sorprender, dicen, con actuaciones musicales y grandes voces. Lo venden como barato pero no lo es, lo publicitan como espacio casual con clase que tampoco es y lo exhiben como el lugar de las estrellas Michelin y los soles petroleros cuando allí no hay más luz que la producida por el ruido blanco y amarillo de millares de neones. Además, el dos estrellas del primer piso, llamado con nula imaginación Arriba, se ofrece con un menú de 40€. ¿Será posible?

La mañana del pasado jueves, a eso de las doce, pasé por uno de los grandes portalones que dan acceso al local, y como tenía media hora hasta un próximo encuentro y el tal Platea se mostraba a mis ojos como la ofrenda a media luz de una gran ambición, entré en su enorme patio antes de butacas reconvertido en chacinerías, hamburgueserías y perritos, ostras, pulpo, guisos de cuchara y decenas de clases de bocadillos. En el primer anfiteatro un restaurante, o más y más arriba, más lío. En el cielo del recinto un mundo de cócteles y copas. Entorno al gran patio gastronómico, todo tipo de salas: exclusivas, semiabiertas y hasta para despedidas de solteros con matasuegras.

Mi pensamiento se mareó al imaginarme un sábado a las 10,30 de la noche tomando una ensalada con un rioja y acompañado de tres amigos en uno de sus rincones, pongamos que en uno llamado Mordiscos.

De salida, una chica joven y agradable me ofrece un folleto de promoción del local al advertir, me dice «que tengo pinta de no conocerlo por la caras tan extrañas que pongo».

– Pinta y algo más: tenía el placer de no conocerlo, ahora ese gusto lo he perdido.
– Pues mola mucho, señor. Hace unos días hubo que prohibir la entrada porque no cabía ni un alfiler.
– Lo supongo, también hay esperas de meses para ver El Rey León.

– La muchacha rió con ganas y dijo: “Tiene usted gracia, viene mucha gente de provincias que va o viene de El Rey León y otros espectáculos de la Gran Vía”.

Aquella joven había dado en el clavo: Platea es la oferta ideal para las clases medias (y los pijos/as) de Madrid y el bullicio de tantos otros españoles que acuden a la capital buscando algo distinto con lo que hablar luego en sus terrazas de provincias. Pero es algo más: la progresión del ser humano en el apiñamiento para abordar todos sus quehaceres, sean estos creativos, laborales o de ocio y disfrute. El pensamiento de que las clases medias buscan la distinción en sus barrios exclusivos, sus tiendas exclusivas, sus escuelas exclusivas, sus viajes exclusivos, se extingue. Inventos como Platea no son sino un peldaño más en esa escalada hacia la masificación de buena parte de las actividades humanas. En Madrid y Barcelona todo empezó con la transformación de los viejos y quebrados mercados municipales en centros gastronómicos y de tapeo variados y asequibles. Ahora hasta los michelines comparten olor con las tiendas de encurtidos.
Cuando imagino ese centro Platea petado de gente, pongamos que 1.200 personas, siento un escalofrío que sólo lo puede atemperar el recordar cómo en Berlín hay miles de pequeños restaurantes, y otras tantas vendejas, cada uno diferente al otro; que en Hamburgo existen centenares de lugares en parajes urbanos distintos que beben cervezas propias, que en Viena el perrito olfatea en calma su tiempo a los pies del ama, mientras una estudiante de medicina lo acaricia. Y en el Malasaña de Madrid ningún local es igual a otro, aunque el aroma con que los riega el cliente siempre sea muy parecido.

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