La Unión Europea tiró la toalla: no legislará sobre la modificación genética de alimentos. Después de años y más años de presión de los lobbys de las grandes multinacionales de la investigación, semillas y producción de alimentos y piensos, Bruselas ha decidido que sea cada país miembro quien legisle como quiera sobre el particular. Así que el aliento de los monsantos de la tierra llegará bien calentito a las orejas de nuestros políticos y caerá muy pronto como un maná sobre las manos de esos creadores de fábulas que esperan en los medios de comunicación de influencia. Se trata ahora de convencer a los países tractores de Europa – los grandes y decisivos – para que modifiquen sus legislaciones y permitan el tráfico masivo de estos productos para personas y animales en sus territorios y, a partir de ahí, vocear aquello tan grosero de “maricón el último”.
Porque quien no opte por ese maíz de grano tan gordo como un chinarro perderá el tren de la modernidad y el beneficio. La batalla por dar curso legal a este mundo de forrajes, grasas y multihidratos viene, no obstante, de largo. Como todas las grandes invasiones comerciales y económicas que deciden los norteamericanos (soja, tabaco, etc.) duran décadas y sus resultados nunca están asegurados. Lo que sí logran es crear relatos increíbles y, en ocasiones, parir mensajes indestructibles: solo con alimentos modificados genéticamente podremos alimentar una población mundial que se duplicará en 20 años. O sea, que de seguir haciéndonos los remolones unos años más, estamos abocados a hambrunas masivas y muertes por millones. El miedo, pues, en este terreno también es el principal motor de la Historia.
Este debate se mantiene en paralelo, además, con la lucha mundial por erradicar el hambre en el mundo. Algunos sostienen que este empeño humanitario no avanza lo suficiente por el freno que ejercen las multinacionales de la alimentación alterada. Claro que este supuesto nunca logra confirmarse porque el egoísmo (y en ocasiones la simple maldad) de algunos gobiernos es tan exagerado y zafio que convierten en titulares del mundo sus recortes a todo tipo de ayudas internacionales y humanitarias. El caso de la España de Rajoy es para ser estudiado en las cátedras de la indignidad.
Una de las consecuencias positivas de la decisión comunitaria es que los grandes monstruos de la genetización alimentaria tendrán que dar la cara país por país. Su emboscamiento en las oficinas de la influencia en Bruselas, Berlín, París o Londres tenderá a desplegarse. Es cosa de poco tiempo que los veamos instalados en los aledaños del Paseo de la Castellana madrileño (si es que no lo están ya). Nos regarán con informes avalados por científicos eminentes y seremos llamados a jornadas informativas de lo más imaginativo. Tienen que convencernos de que el futuro es la pera con recuerdo de melón y cierta asfixia metálica.
Claro que, en el caso de España, acuden en un tiempo en el que el consumidor está más escamado que un gocho por San Martín, zurrado por todas las mercadonas del pienso, el canto hipnótico de las marcas y acojonados por eso que ahora se llama seguridad alimentaria. Además a los chicos, o sea, la gente joven, les ha dado por descubrir los huertos y las tablas de frutales. Los hortelanos abren sus furgonetas en las glorietas de las ciudades todos los lunes y naves poligoneras hay, donde se vende la patata que todavía llora el golpe de la azada.
Esta gente, crecida a causa de tanto desprecio último por lo que aprendieron de sus padres, va a seguir la huella de la trazada de ese limón, que ahora es rojo y tiene recuerdos a lichi, y preguntará a sus abuelas si el lomo de eral de dos meses tiene el color de los tintos de San Vicente de la Sonsierra.
La batalla, pues, continúa. Sólo que ahora en forma de guerra de guerrillas.
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