Gateamos sin remisión hasta el invierno. El día es casi una penumbra de sí mismo. El viento arrastra las hojas con la guadaña invisible del frío, y las ramas y las faldas de ellas adquieren el mecido propio de la helada silente que se aproxima. Apetece el dulce intenso, el relamido goloso del néctar natural de los mangos, los caquis, la granada o la chirimoya.
Sí, las chirimoyas que Boto’s nos saca de la alacena misma que es su vega frondosa de Almuñecar. La noche -que empieza a ahogar al mar calmo- nos trae hasta la mesa modesta del chiringuito tres o cuatro chirimoyas cortadas por la mitad, unas cucharillas de postre y el espectáculo emocionado de una carnada frutal, lechosa y mate, tropezada de pipas negras y brillantes que bailan.
Nos alcanza, también, el olor recién hervido de decenas de membrillos ablandados por el fuego y secuestrados por su propio azúcar, prestos a derramarse en latones amplios, bruñidos de grises azulados, tan entrañables como la amistad más antigua. Y recordamos aquellas peras riojanas de Rincón de Soto, que hace dos años nos preparó Natalia, aquella amiga de juventud de la que nos separó el capricho de la vida, y que tiempo después nos acogió en su casa de Alfaro. Cuatro peras largas, verdes y duras peladas con el cuidado del que afeita con navaja, puestas a cocer en dos vasos de leche con su palo de canela y un buen puñado de azúcar. Esperas veinte minutos mientras preparas un buen chorreón de chocolate a la taza. Cuando ese tenedor tan afilado como el diente del gato más corretón se hinca en la pera sin resistencia, las sacamos de la cazuela, las colocamos en fila sobre una bandeja mediana y las regamos con el chocolate humeante. Lo que ocurre después no es necesario describirlo, digamos que se parece a un relamido de gloria.
¿Para qué seguir? Así es el otoño a medida que madura. Por ejemplo, en un cafetería de Hernani, cuyo nombre no retengo, nos sirvieron una tarta de mango y requesón que nos transportó hasta los grandes sabores del tiempo: el requesón que sabe a caserío, la galleta majada que se llama María porque efectivamente lo es, la harina de maíz con trazas de infancia y un mango entramado de fibras potentes que se deshacen en un dulce mayúsculo con sólo acercarlas al paladar superior.
Caminamos también por los hervores de las legumbres contundentes. Es tiempo del judión de la Granja y las negras de Tolosa; las fabes paisanas de Asturias, el garbanzo de la meseta atezada por la helada y las verdinas reinas tan caras como la langosta. Tiempo de fécula, hidratos y pinchazos de grasa; semanas de carnes apretadas. El cochinillo que anuncia al cerdo de San Martín, el cordero confitado a la extremeña o al horno de gloria de Segovia. La gallina, la codorniz, la perdiz, el rarísimo faisán y esa diosa de chocolate que llamamos becada. El venado y el jabalí.
Mi pariente Joselín me envía por medio de un paisano una pierna troceada de marrano mediano abatido por el, un buen trozo de solomillo y media mocarra. El sabe lo que voy a perpetrar el fin de semana: estofado de jabalí. Desde ayer la marinada reposa en el frigorífico. La pata troceada y la mocarra «machacá» inundadas por casi un litro de tinto de Toro, una cebolla lila troceada, la zanahoria y los ajos; perejil, apio, orégano y unos tallos de romero que tronché en el parque. Un buen chorreón de aceite de Villacarrillo, vinagre de Montilla y unas pimientas.
Mañana sábado lo pondré todo a hervir a fuego lento. ¿Tres, cinco horas? El tiempo que necesite para hacer aquello que me proponga: sacar a la perra, preparar el desayuno para la familia, leer el periódico, rematar la chapuza que se me atragantó el pasado fin de semana y repartir (o buscar) unos besos para alimentar el corazón. Sólo entonces el estofado estará listo. Destapar, oler y remover; reparar de sal si hiciera falta y al frigorífico de nuevo cuando ya caiga la tarde. El domingo los hijos con sus hijos comerán en casa con la misma emoción que despiertan las fiestas.
TERESA MUÑIZ expone en Madrid del 18 al 23 de noviembre en la Fundación Diario Madrid, C/Larra, 14.