

Había rumiado en mi cabeza paseante escribir unas notas sobre dos noticias alimenticias aparecidas esta semana: el aumento de la cuota de pesca del atún, incluso el rojo, y la llegada a nuestro país de los primeros canales de carne de esos bueyes japoneses llamados Wagyu, que más parecen figuras surgidas de la imaginación de Tolkien, que animales de cuadras cinco estrellas donde los miman. Son dos noticias bien diferentes, pero en mis mientes bien aireados por el recién aparecido viento gallego, se fusionan en una misma imagen de sangre. Porque, ¿hay algo más bestial y cruel que la matanza del atún en la almadraba? ¿Algo más despiadado que trocear en cachitos mínimos la carne del Wagyu al que has bautizado con un nombre propio, mimado como un bebé humano y mantenido con él conversaciones durante años como si fuera tu gato de compañía de 750 kgs?
Pero el azar y la curiosidad me llevaron hasta el Colmado de Chema, en Chamberí, para picotear engañando la cena. Es este un local reducido y coqueto, armado de ese mobiliario que tira todo él a ese color de tablas antiguas: un tono muy propio de los nuevos establecimientos de restauración y ocio levantados durante la crisis. Aunque el de Chema tiene mejor porte y sobre todo posee el encanto de exhibir una pequeña riada ordenada de los productos que pare la cuenca del Ebro medio y su delta ubérrimos. Desde Zaragoza -alcanzando incluso Daroca con su singularísimo mudéjar- hasta la última pedanía del Montsiá, encontramos allí un puñado de copos de sus manjares.
Mas, lo que me hizo conducir la pluma por este derrotero no fue ni el huevo de pato puesto a la venta, ni el último melocotón del año, sino los nombres de los vinos. Sentado frente a un anaquel suficiente de ellos -quizás con más de un centenar de referencias- la mirada se me derrumba sobre una etiqueta que exhibe la palabra Sospechoso. ¡Joder, que heavy, ¿no?! Pero al lado mismo de los ojos insinuantes de mujer que asoman tras el Sospechoso, la estampilla de intenso color azul de un ribera se rotula como Venta las Vacas, y más allá, en la zona destinada a los blancos, leo otro embotellado llamado Perro Verde junto a otra sorpresa llamada Llebre (liebre), y todavía una botella aún más divina se enfaja con el dibujo tontón de una jovencita en columpio llamado El Jardín de Lucía.
No continúo, porque incluso hay denominaciones más atroces como un gallego llamado Bolo. ¿De verdad se va hacia algún lugar por esa vereda? Puede. Aunque sospecho que bajo sus corchos deberán de acunarse muy buenos caldos que serán alabados, luego, por los osados o muy curiosos que decidan probarlos. El boca a boca y la publicidad a contracorriente harán el resto. Porque, ¿quién se atreve a pedir un Perro Verde sin un buen consejo previo? ¿No es más propio llamar a un vino, digamos que Moisés, como hace mi amigo José Luis Rodríguez con su excelentísimo vino de Toro?
Pero no todo sorprende y rechina en la puesta en escena de los nuevos, y por miles, vinos españoles. Por ejemplo, se ha mejorado mucho el diseño, la fuerza de las etiquetas y los nuevos formatos de botella; en el transporte, la logística y sobre todo en la calidad. Sin embargo en esto de los nombres me temo que se imponen los marketinianos sobre la tradición. No estaría de más que pidieran consejo a los poetas y los invitaran a proponer nombres. Con seguridad serían más sonoros, creíbles y estimulantes.
Una coda. La moda se cuela también en las bodegas con el paso y la intensidad del humo. El vino de éxito que consigue tal o cual enólogo de postín se clona (o casi) el año siguiente en cien bodegas al loro con independencia de su denominación. Y deberían de tener cuidado porque, aunque sea moda pintarse de rubia, no todas son ellas son guapas. Los ideólogos de tendencias deberían recordar siempre que fue la opinión de Robert Parker cuando calificó al vino de Toro como el mejor vino del mundo de menos de 20 euros, la que sacó a la denominación de su postración y ostracismo. Diez palabras que fueron lluvia de oro para aquellos pagos. Que se lo pregunten si no a Juan Luis Arregui, pues su vino Pruno se lo quitan de la bodega los norteamericanos con el mismo afán que el maratoniano arranca la botella de agua alargada por el utillero.
TERESA MUÑIZ es asturiana pero hecha en Madrid, donde estudio en laEscuela de Bellas Artes de San Fernado, y vive. Crea y enseña pintura desde siempre. La abstración, el color, la determinación y el misterio son los puntales de su obra. Admira algunas de sus pinturas en su web.