El fallecimiento de Emilo Botín ha producido un despliegue informativo extraordinario. Como si se tratara del óbito del Jefe de Estado de inmensa memoria, el general que ganó la batalla decisiva o aquel artista que marcó época. Pero Botín era sólo un banquero, uno de esos hombres tan denostados hoy por la calle en crisis que, en ocasiones, devolvía su nombre envuelto en la saliva de la rabia. Mas, para la totalidad de los grandes medios de comunicación y las élites españolas ese hombre fue “el que hizo global al Santander”, “al que nadie regaló nunca nada”, “empresario irrepetible”, “un revolucionario de la banca”, “un hombre comprometido con su siglo”, “banquero prudente y empresario audaz”, “ un grandísimo hombre”, “el emperador de la banca”.
Sin embargo, conocimos la muerte de tan eximio financiero por la Web de la CNMC (Comisión Nacional del Mercado de Valores), como si de un hecho económico relevante se tratara; como la compra o venta de otro banco, una ampliación de capital, una emisión de bonos o una iniciativa de marketing para captar pasivo. Sí, este hombre para la historia murió con las botas puestas, cumpliendo una última misión para su causa empresarial: su muerte como la penúltima palada de carbón para alimentar la caldera a todo vapor de sus negocios. Toda una metáfora, con mayúsculas, de nuestro mundo, o más bien, sobre aquellos que lo dirigen hoy, que no son ni hombres, ni dioses, ni ideas, sino las piezas mecánicas, eso sí doradas, más visibles de las grandes corporaciones económicas globales.
Sospecho que a Emilio Botín, al que no conocí, no le habría gustado como gestionó su entorno el último anuncio de su paso por este mundo. Porque él era un Botín como su padre, o su abuelo, o su bisabuelo… o su hija; un patricio con nombre, el eslabón más grueso de una cadena dinástica que nunca desaparecerá de la cúspide del Santander, ese banco que siempre será gobernado así por mucho que presionen los sajones, por más que lo justifiquen sesudos analistas y den fe los informes más selectos de Harvard, Yale o Cambridge.
Y es necesario que así sea, porque el capitalismo de los anónimos es el peor capitalismo. Necesitamos conocer las caras y los nombres de quienes nos mandan desde las bytes financieras, pues de esta manera cuando adulemos o maldigamos sabremos a quién ponerle flores o rociarle de acíbar. Porque lo más terrible de este mundo de mercados es que las caras de quienes los dirigen han sido ocultadas por marcas y acrónimos, por toneladas de informaciones ininteligibles y millones de fondos volando como pájaros prehistóricos.
Sí, conocer la cara del patrón fue un gran hallazgo de la revolución industrial, que los Botín han mantenido. Así que nos hubiera gustado conocer el fallecimiento de don Emilio por la voz de un familiar. Era lo suyo.
Esperemos que, como hombre de mundo, no olvidara unas monedas para el barquero Caronte; acostumbrado, como debía estar, a pagar con su firma, cuando no con una sonrisa o una cariñosa palmada.