La hija de mi amiga Almudena ha dejado su bien remunerado, aunque asqueante, trabajo entre ordenadores (es matemática), y se dispone a vender fruta de proximidad, verduras y hasta chufas fresquísimas en la puerta de un gran colegio publico. No es una pionera y mucho menos una aventurera. Es otra persona más que deja de sintonizar la onda media del mundo (dinero –derroche –desvarío) para navegar en la onda corta que comunica al mundo con las raíces.
Producto ecológico, consumo consciente, mesas compartidas, semillas aceptables, productores conocidos, neveras comunales…. De todo esto se habla cada día que pasa con una voz más alta y posible. Crece el número de ciudadanos que curiosea por encima de la barda del huerto familiar y otros tantos a los que llama la atención cómo todos los jueves a la misma hora una furgoneta se coloca en la esquina de la misma calle y distribuye bolsas de verduras entre el grupo de personas que ya esperaban.
Sí, lo ecológico, lo natural, lo saludable o fresco se abre paso entre las grandes ofertas comerciales al uso. Son decenas de miles los españoles que se hacen con un minihuerto en las afueras de la ciudad o descubren el sabor de los tomates y las yerbas aromáticas en el jardín, los que intercambian ciruelas y melocotones por perejiles y salvias, los que comparten sus frutas de temporada con el vecino y el amigo, aquellos que, en fin, han decidido que otras berenjenas son posibles.
Las iniciativas en este terreno son innumerables, y hasta increíbles algunas. Buena parte de estos golpes de corazón nacen en Francia, aunque también nos llegan de Inglaterra e Italia. La red hace que se cuelen por nuestros ordenadores y luego pequeños artesanos y curiosos erasmus se encargan de certificar su feliz existencia.
Todo viene, sostienen los expertos, de un creciente número de personas, jóvenes en su mayoría, asqueados de los kiwis sabor a palo, las patatas duras como su almidón y el tomate que se confundió con el forraje. También de la determinación política y comercial del agricultor y ganadero francés – tan rico en tradición y guerras -, que oferta casa y cuadra como expositores, y, al final, las mil y una cabriolas que debe realizar el consumidor en tiempos de crisis, paro y desesperanza para llenarse la panza.
Existe un mercado de productos artesanos y ecológicos en Madrid llamado La Buena Vida, que se presenta haciéndonos una pregunta “Si cuidas tu aspecto y vestimenta, ¿Por qué no cuidas también lo que comes?». En este tipo de iniciativas, que llaman “consumo consciente”, el producto se presenta con decoro y se ofrece al cliente contando de dónde viene, y hasta allí acuden consumidores atentos de clase media aún no achicharrada y jóvenes livianos que hacen sus primeros pinitos entre las cacerolas.
La producción y oferta de estos productos es ya más que respetable. Uno de los últimos balances que presentó el entonces ministro de Agricultura, Arias Cañete, habla de que la producción española de ecológicos sobrepasa los 1.000 millones de euros anuales. Desde el aceite, a la ternera, desde la cerveza al ahumado, desde la pera a la harina (el vino se resiste, ay, por qué será), los productos con árbol genealógico e historia acreditadas avanzan.
Y llegan las avanzadillas de otras maneras de implicar los alimentos con nuestra vida y nuestros hábitos. Son movimientos que cabalgan entre el neohippismo (campo, paz y relax), los paladares cubanos (coma en mi casa muy bien por muy poco dinero) y el trueque duro y puro. Así, no es difícil encontrar junto a la valla jardinera de chalet adosado o casa molinera con patio a la calle, maceteros o arreates donde crecen fresas, berros o perejiles con un cartel al lado que dice “Coge lo que te vayas a comer, es gratis”. O más fácil, plataformas en la red (o el boca a boca de amigos) que nos permiten informarnos de todo tipo de posibilidad de huertas: huertos compartidos, ecológicos, lúdicos, de ocio…
La búsqueda de sustentos y placeres direntes, como se ve, está desbocada. El próximo reto es conseguir semillas no alteradas o frigoríficos para mantener los alimentos en buenas condiciones. O sea, la solidaridad ante el condumio como dios manda se abre camino en tiempos de penurias y naves de frío tan grandes como cinco campos de fútbol reglamentario donde “madura” la fruta del mundo.