– Observa Pepe, ¿has estado tan cerca de un tesoro cómo en este momento?.
– Creo que no.
– Yo estoy seguro de que nunca.
El tesoro ante nuestros ojos es un tarro de razonable tamaño de vidrio repleto de azafrán con su color rojo intensísimo y unos luceros amarillos que se pierden de la vista para asomarse luego entre la tupida red de pistilos tostados.
Se trata del regalo con el que le deslumbró el marido de una señora de un pueblecito, cuyo nombre no recuerda, próximo a Consuegra, a la que operó de cáncer de mama con éxito.
No pudo rechazarlo por más aspavientos y noes que emitió. El hombre, tozudo como el macho que tira del arado de vertedera que entierra los bulbos del azafrán, insistió repetitivo – como si de una salmodia se tratara – que «el verdadero regalo lo ha hecho usted al devolverme a Petra a la vida», «el verdadero regalo…».
Sí, aquel agricultor le había regado con un puñado de oro o unos rubíes engarzados en platino, acaso con un cuenco micénico.
– ¿Y en qué puedo emplear tanta hebra de dios? – me pregunta- porque con el paso del tiempo perderá olor, sabor, propiedades…
– Pues pensemos que usos podrías darle antes de regalar por manojitos este milagro. De momento – agregué – vamos a lo más sencillo: le vas a echar unas hebras al arroz y te olvidas del pimentón. Podemos preparar, también, un buen flan con los huevos de corral tan extraordinarios que tienes y dejarle unas briznas por el lomo.
– Pero aunque así lo hiciera a diario, precisaría años para acabarlo.
– O no tantos. Vamos a ver. ¿Te sigues dando tus buenos baños semanales?.
– Sí, dos o tres veces al mes.
– Pues echa un poquito con las sales, te dejará un dorado liviano en los pómulos y las manos, y te notarás el cuerpo como otro yo diferente.
– Cuando tengas el estómago revuelto, úsalo también. Igual si te encuentras muy tenso o nervioso. Pruébalo como fragancia, cociéndolo en agua, y como tinte: transforma dos camisas blancas a su dorado. Y sobre todo documéntate sobre los centenares de platos que lo utilizan en todo el mundo.
En helados o docenas de diferentes dulces, en el café o innumerables infusiones, en centenares de arroces; en mariscos, pescados, pastas, volaterías, hamburguesas… Aprovecha este tesoro con el que te han obsequiado para pintar con oro el mundo que te rodea y disfruta de todo aquello que solo pudieron gozar los muy ricos, exquisitos y extravagantes de la historia. Piensa que siempre fue más caro que cualquier especia y el secreto de las grandes riquezas de los comerciantes del Mediterráneo, desde los cretenses a los venecianos y los piratas de la Berbería.
Estos últimos días de grandes tormentas me han traído a la memoria esta historia, o más bien me han recordado el encogimiento de ánimo y barriga que tendrán tantas familias manchegas que se aprestan para la recogida de sus flores más caras. ¿Las estropearán los huracanes de aguas de estos días?. Porque la flor lila – que abraza como una madre los estigmas rojos y los amarillos de los estambres tan frágiles – está próxima a ser recogida. «Después de la uva, la flor», se dice por aquellas tierra. Un kilo de azafrán son cien mil flores (como un bote de esencia de perfume necesita cinco toneladas de besos de pétalos) y dos semanas de «desbrín de la rosa» en remansos asolanados y a cubierto de las casonas manchegas. Largos días otoñales que se aprovechan, además, para hacer inmersiones de diez mil años en las tradiciones con sus memoriales y canciones, lágrimas y risas, que te regalan, luego, unos dedos y unas manos y unos párpados del color de las mezquitas de bizantinas, aquellas que se levantaron cuando las paletadas de color las ordenaban los dioses.
TERESA MUÑIZ es asturiana pero hecha en Madrid, donde estudio en laEscuela de Bellas Artes de San Fernado, y vive. Crea y enseña pintura desde siempre. La abstración, el color, la determinación y el misterio son los puntales de su obra. Admira algunas de sus pinturas en su web.