Fui a los toros hace unos días. Es San Isidro en Madrid y pega, ¿no?. De la corrida qué comentar, puff, me llevaron hasta la andanada y no distinguía matices, ni siquiera me alcanzaron los olores a bosta y campo tan característicos de ese mundo. A la salida, los amigos decidimos estirar nuestros pasos fuera del perímetro de las Ventas hasta empotrarnos en la misma barra del restaurante Trifón de la calle Ayala, en el límite ventricular del barrio de Salamanca. Olía a guisote, garbanzos y torreznos. Todos los presentes: camareros, abarrados y comensales de sala estaban gordos y mucho más allá. Ellos con morrilletes a la taurina y ellas pechugonas y alegres. Se movía la Mahou, el rioja de cosechero pasaba de mano en mano y el tenedor hacía su función deshuesando el rabo de toro. ¡Porque todos comían rabo de toro!. Sí, ese plato renombrado y proteico, tan celebrado en la España menesterosa y airada de Galdós, como luego glorificado por el Madrid neocañí y marquesón de la simpar Esperanza Aguirre, lo han recargado tanto que algunos de sus preparados parecen burras maragatas engalanadas. Encontramos salsas viscosas y recocinadas que saben a vinates-dulzones-con-recuerdos-de-cebolla-tropezada-de-chocolate-y-ajos-con-mamandurrias-de-carne-revueltas. Salsas en las que caben hogazas enteras de pan que dejan recuerdos en los dedos como las pinturas en el pintor aficionado.
No es de extrañar que luego estemos tan orondos. Si a estas salsotas le añades la producción completa de las hamburgueserías y los seriales de queso (90% de grasa) que proporcionan las pizzerías, nos salen las cuentas: más del 60% de las personas que nos movemos en los países desarrollados padecemos sobrepeso.
Pero no quiero derrapar por la palabra fácil que mana de las encuestas, me detengo unas líneas más a la vera del buen rabo de toro. Lo conocí como tapa que acompañaba al vino en una taberna de Córdoba, que ya no existe, en la esquina de las calles Colón y Puerta del Rincón. Lo descubrí de la mano de mi abuelo José como tantas otras joyas de la vida. No obstante, el mejor rabo de toro que recuerdo haber comido vino de la mano de Antonio Tenorio en el restaurante que tenía en la calle Mateos Gago, de Sevilla. Tres vértebras medianas casi enjutas anilladas por una carne rojiza y pálida, que respiraba, y un recuerdo de aceite herbáceo en su base. Ése era el plato. Un tenedor de largas agujas, un tinto con cuerpo y ganas de comer. Eso era todo. Tenorio no ponía cuchillo jamás cuando servia su plato estrella: si no te vales con el tenedor para comerlo es que no vale.
Comprenderán que dé un paso atrás cuando veo esos platos cubiertos de salsas de chocolate por sacos, de Makro, que más parecen pasteles mal hechos o promontorios de huesos cubiertos de yerbas -todas primas del tomillo- alborotadas con el son de zanahorias bailarinas. Este tipo de platos abunda espoleado por una tradición culinaria ciega que se recrea en la suerte y elabora unos condumios como si todavía fuéramos arrieros o aguadores. Pero no, hace tiempo que nos hicimos oficinistas, profesores, peluqueros, camareros y parados, es decir, gentes de gastar pocas calorías.
Claro que en la cocina de la otra orilla -esa que llevó a titular de telediarios al gran Ferrán Adriá con sus fumarolas de nitrógeno y hoy un chico de cresta, David Muñoz, introduce en los museos como si de majestuosos Kandinsky al horno se tratara- ocurre algo parecido. En las cocinas exquisitas no encontramos platos enormes, sino menús largos y estrechos de hasta 19 creaciones, amén de aperitivos y perjumenes, aguas y vinos, licores y galletitas, bombonerías y champagnes. No hay quien pueda aguantar la doble digestión del estómago y la cartera. Algo tienen que hacer también los nuevos samuráis de los fogones para enmendar su exceso de imaginación. Porque elevar a canon el menú largo y estrecho es tanto como admitir que el cocido de verdad es el que se tomaba en tiempos de un sisón llamado Conde Duque de Olivares.
A mí me gustan más esos platos que se comparten en los nuevos gastrobares de Madrid o Barcelona, incluso trajinar por las callejuelas húmedas de los pinchos vascos. Cocineros jóvenes y creativos, que pisan suelo, y traen las carrilleras en un plato, que no a paladas, verduras que identificas en el tenedor y no aquellas que engulles en ensaladas (platos de alfalfa) que inventaron en Buenos Aires para mantener la línea de bellas y bellos y engordar la cartera.
TERESA MUÑIZ es asturiana pero hecha en Madrid, donde estudio en laEscuela de Bellas Artes de San Fernado, y vive. Crea y enseña pintura desde siempre. La abstración, el color, la determinación y el misterio son los puntales de su obra. Admira algunas de sus pinturas en su web.