Cuando la pantalla del ordenador escupe con violencia que Paco de Lucía ha muerto, primero, soporto el pellizco hondo en la boca del estómago mas, cuando leo las primeras líneas del despacho de agencia, estoy ya en otro estado sin angustia y sorpresa. Me recuerdo niño feliz comiendo uvas en el patio de mi abuelo. Sí, el rasgueo de la guitarra flamenca siempre me lleva a la infancia, al verano y hasta aquel patio de empedrado primoroso con su parra de uva moscatel, el naranjo californio junto a la gamboa y los centenares de macetas.
Aquel patio mediaba con la casa de una familia oscura: dos mujeres de negro y un mozo viejo. Lo poco que llegué a conocer de ellos es que vivían de las rentas de un olivar y el arrendamiento de pastos. El solterón hizo el servicio militar en Jerez como mozo de cuadra de los cartujanos del ejército. Sería de aquella ocasión – acaso la única salida del pueblo que hiciera en toda su vida – que vino con unas cuantas pizarras de guitarra flamenca y una gramola. La música que emitían aquellas placas era severa pero cadenciosa, en ocasiones rascaban aunque siempre triunfaba la melodía. Creo que nos llegaron a gustar a todos nosotros, porque a veces se hacía el silencio para acompañar aquellas guitarras.
Aunque lo normal era la algarabía de mi abuela y mi madre peleando en la cocina con los gatos y las buenas rajas de sandía y los azafates de brevas. También, el tío Antonio sentado en el umbral de granito rosa (hermano de ése con el que forraron el puente romano de Córdoba en su última reconversión) leyendo en alto el diario Pueblo, tan grande como una sábana de papel manchada, que me transportaba a un más allá desconocido con el que luego soñaba. Escuchando aquellas guitarras flamencas, estoy seguro, decidí salir un día del pueblo para conocer cosas fabulosas.
Esa infancia de corrales donde sonaban las guitarras, me condujo a adoptar este instrumento para siempre. No tengo oído musical pero la guitarra siempre me estremece. Y no sólo la flamenca, sino todas. Creo que la guitarra es el instrumento musical por excelencia del siglo XX, y lo que te rondaré morena. Y con Paco de Lucía, la flamenca llegó a hacer bailar a las estrellas.
Luego el oído me llevó a reconocer el sonido de otras cuerdas (repito, cuando oigo una buena guitarra me transporto al vientre de la infancia feliz). El primer retumbar del rock me llegó de la guitarra de Keith Richards, el más escuchimizado de los Rolling. Luego el increíble Hendrix, el dios de la guitarra. Pronto aluciné con el deslumbrante Jimmy Page, el guitarra de Led Zepellin, el músico que ha tocado con las mejores bandas de la historia: The Who, Queen, The Kinks, Clapton…Y tantos otros, como ese trueno que despertaba a los dioses llamado Kirk Hammett, el alma de Metallica, o Slash, la guitarra que salvaba a los Guns N’Roses de despeñarse por las simas de la locura en cada concierto.
Sí, guitarras salvadoras como la de Page que un día me llevó a un restaurante fabuloso, Yagüe, en un pueblo perdido a mitad de camino de la nada y el cielo, llamado Bernardos. Guitarras como la de Riqueni, que me hizo llorar en una peña flamenca de Mairena. Y la guitarra de Paco de Lucía, que arranca siempre que me pongo el delantal en casa y aspiro a elaborar un plato. La guitarra de ese gitano mujeriego y juerguista «un perdío», que dirían nuestras madres, llamado Django Reinhardt, que descubrí en alguna de las bandas sonoras de las primeras películas de Woody Allen (¿Radio Day, quizás?) y que luego nos traería con todo su swing en «Acordes y Desacuerdos».
Muchos años después me tropecé con el hombre de las pizarras flamencas en el pueblo. Le pregunté de sopetón quiénes eran aquellos guitarristas. Ramón Montoya y Sabicas, dijo. ¿Las sigues teniendo?. Sí, estarán en la casa. ¿Las quieres?. Hace muchos años que no las pongo, desde que se me rompió la aguja de la gramola. ¿Por qué le dije que no, que muchas gracias?. Los enseres del viejo caserón de este hombre se los llevó a su muerte un chamarilero, tiraron la casa y levantaron una discoteca en el solar. Nunca he entrado en ella pero en no pocas ocasiones me veo buscando esas pizarras en los rastros.
Una gran emoción para la mañana, que buen panegírico para un gran artista.
Gracias Pepe