Qué Comemos Oyendo Música

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Los pájaros de la mañana y el atardecer no llegan a pesar de que junio se apresta a correr su persiana de verdes y azules. La marea del vientecillo de norte los mantiene bajo la teja. Por el mismo motivo, los mosquitos no logran romper el apretado haz herbáceo de una primavera que pretende ser eterna. Casi nadie vuela, pues, por las calles, los arroyos y esas llanuras que fueron volcanes y ahora ubres para el ganado. Estamos en un  momento de estaciones suspendidas: llega el verano pero la fruta aún no, despedimos la primavera pero la cigarra continúa larvada. La naturaleza también es caprichosa como nosotros. Pero más sensata. Pronto corregirá este pequeño desavío y volveremos a ser devorados por «los lobos de la calor» … y sus conciertos.

Porque ocurre que, cuando las noches se acortan y las lunas y las estrellas son sólo una transición de luz entre los días al sol, llega el tiempo de las músicas compartidas. Músicas en las terrazas y verbenas; en playas y sierras; los macroconciertos, los festivales y las ciudades enteras en danza. Es ahora el momento exacto en el que el músico hace sonar su repertorio y los oídos más sordos prestan atención a la coloratura de las voces y las notas armonizadas de todas las bandas.

Celebramos el día de la música. Cualquiera puede comprobarlo en su ciudad: todo son anuncios de conciertos. Las radios ayudan más que nadie. En especial Radio3, esa emisora imprescindible para elevarnos de la sordera ronca que son  habitualmente nuestras voces irritadas por los miedos. Su programación va dando cuenta de todo lo que va a sonar en el Matadero de Madrid o qué preparan los organizadores del Espárrago Rock. Y abre la puerta a todas las músicas. Dejando atentos el oído y el pecho a sus oleadas de notas, no es extraño que el hombre moderno sea una criatura embadurnada por el sonido, marcada y determinada por el rock, el jazz o la música brasileña. En especial los jóvenes y, muy singularmente, los más jóvenes, viven con la música pegada a la oreja. Con seguridad leen menos que sus padres y tienen sueños menos trascendentes, pero la música les regala el placer y el divertimento que ellos no disfrutaron.

Las nuevas generaciones acarrearán sectarios ahormados por las diferentes músicas y seguramente dirigidos por los gustos de sus ídolos y sus letras más líricas o tremendas. Ya no serán los grupetes bien definidos de rockeros, de seguidores de Dylan u otros que quedaron trabados por el misterio de The Cure o la fuerza del Boss, no, serán legiones los hijos de las letras pastosas, con recuerdos marinos, que traen Alejandro Sanz y amigos, y otras tantas oleadas de devotos indies vagarán por los centros urbanos entre cervezas recalentadas y conversaciones larguísimas sobre ellos y ellas, y esos geranios tan bonitos que Tessa plantó en el ático.

Como estamos en temporada de músicas – también es del bonito, la anchoa y pronto del atún, aprovechemos precios y frescura – hasta yo mismo me dejé vencer por las melismas del cante flamenco. Me senté en un palco de la Plaza de las Ventas de Madrid para escuchar a Miguel Poveda. La noche arrancó agradable pero luego enfrió, al contrario de lo que sucediera con Poveda que empezó descompensado y luego llegó hasta quemar en ocasiones.

Extraña no ser espectador de toros en las Ventas. Y más aún si entras a la plaza sin la compañía de los achuchones, el guirigay y esas miradas intimidatorias de tantos vendedores. Había poca gente y helaba la vista tanto cemento desnudo. Pero la voz del de Badalona llamó a la noche y pronto la plaza fue sus torres de ladrillo y la magnificencia de su voz. Es un intérprete magnífico. Un curioso, un disfrutón del cante y de todos los cantes con sus músicas. A veces he pensado que Poveda pudiera ser el gozne de bronce que espera la llegada de un nuevo «monstruo» al que ceder el testigo de Camarón. Porque casi todos los palos del cante los interpreta de manera grande, porque transmite sentimientos además de quejío y tradición, y porque es un artista moderno que cree que la pureza se encuentra en el mestizaje.

Pero no deja aflorar la valentía del transgresor, el atrevimiento del inspirado o, si ustedes quieren, no ha tenido la suerte de encontrarse en el camino con visionarios como Paco de Lucía o Moreno Galván. Es joven y le quedan numerosos escalones hasta asomarse al Olimpo. Otros cantaores lo intentaron. Como Enrique Morente, que ya muy bregado, experimentó con los ecos que dejaban sus voces jondas en los aljibes de Granada y en los versos de los poetas aherrojados, hasta conseguir hazañas como ese disco llamado Omega. A Poveda le queda ese trecho por recorrer si desea quedar en la memoria flamenca por varias generaciones. Es un cantaor que extasía, que emociona y sorprende cómo ama toda la música. Tiene decenas de miles de seguidores y ha conseguido ya todo lo que sueñan los más grandes. Ello bastaría al más exigente en su género de arte. Sin embargo, él debería atreverse a despertar ese rincón de la voluntad donde duerme su genio. Porque lo tiene. Me preguntaba al comienzo de esta nota qué comemos oyendo música. Respondo: nada. O casi nada. Picoteamos de la mano del amigo. Fumamos. Nos distraemos con el baile sesgado de la guiri…. Bebemos cerveza. La buena música da placer. Ese es nuestro alimento.

Un comentario en «Qué Comemos Oyendo Música»

  1. Pepe, precioso.
    En mitad de una mañana repleta de esfuerzos y noticias furiosas es un placer leerte y transmitir sobre las emociones que nos provoca la música, sin lugar a dudas el mejor invento que el hombre ha hecho.

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