

Estados Unidos vigila al mundo. La revelación de la existencia de un Gran Hermano tan tremendo lleva a maltraer a Obama, que apoya estos seguimiento masivos, y supongo que preocupa a los ciudadanos americanos – y de más allá de las Montañas Rocosas -, más conscientes del alcance del fenómeno. El conocimiento de que la Agencia de Seguridad Norteamericana recoge y analiza indiscriminadamente la información que circula por Google, Facebook, Microsoft y otros tantos operadores mundiales de datos, sin embargo, no ha causado la alarma que cabría esperar, al menos por el momento.
En realidad, ha sido solo el puñado de medios liberales que aún quedan en el mundo: Finantial Times, The Guardian o el Washington Post, los que atizan en la crítica. Las grandes instituciones públicas norteamericanas, y no digamos los republicanos, apoyan el mantenimiento de este espionaje masivo «pues ayuda a combatir el terrorismo». Y la opinión pública yankee parece acompañar a estos últimos pues casi no se ha inmutado. Todo indica que este notable descubrimiento informativo no ha cogido desprevenido a nadie: como si todos creyéramos, o sospecháramos, que estamos siendo espiados.
La cuestión no es menor. Una sociedad que no siente como un mal horrible el estar vigilada, es una sociedad bien distinta a la que se describe como necesaria en los manuales de democracia que todavía manejamos algunos. Es otra. Las razones para tal mutación deben de conocerlas los investigadores sociales pero todavía no se han atrevido a desnudarla en un decálogo.
Aunque el ciudadano común sí advierte cambios notables. Por ejemplo, los programas de televisión más seguidos viven del desnudo de la intimidad. Son millares los hombres y mujeres que acuden a estos platós para relatar sus tratos más húmedos o despellejar a la madre. Y esas mismas personas se suman a las decenas de millones que van narrando minuto a minuto en la redes sociales ese vagar azaroso – tan tierno como violento – que es la vida diaria. El trabajo del espía ahora no consiste en la búsqueda de información, sino en poder abrirse camino entre tanta revelación.
Un amigo escritor me pide opinión sobre la novela corta que concluye. Uno de sus personajes, ya mayor, muere de espanto cuando su nieta le muestra en una pantalla el Facebook de cuando era joven. La novela se sitúa en 2035.
Es fácil rechazar la intromisión en nuestra intimidad, por parte de agencias de espionaje y los gobiernos que las controlan. Lo que es más difícil es razonar sobre cómo podemos estar protegidos de las fuerzas que tenemos alrededor y que pretenden algo peor que el espionaje.
Parece claro que no existe la protección total contra la barbarie. Y, también, que hemos de elegir un grado de intromisión a cambio de otro de protección. Y esto es difícil de gestionar y, sobre todo, de hacerlo a gusto de todos. Lo que me parece pueril es pensar que las policías e investigadores pueden atrapar al malo que vive en las cloacas, sin ensuciarse los bajos del pantalón. Desde luego sería mucho más ágil el acceso a los aviones y a los edificios públicos, si suprimieran los arcos de seguridad y otros controles pero, a algunos, no nos importa la demora.
Insisto: ¿cuál es el grado eficaz de protección que no atenta contra nuestra intimidad?
Sobre eso es lo que me gustaría oír debates, pero el rechazo total no creo que sea realista.