Chicago: Rascacielos que Comen Carne de Vaca y Cantan Blues

Teresa Muñiz. Noctiluca. Óleo sobre tela 250 cm x 250 cm
Fotografía: Teresa Muñiz. Noctiluca. Óleo sobre tela 250 cm x 250 cm

 

Teresa Muñiz. Noctiluca. Óleo sobre tela 250 cm x 250 cm
Teresa Muñiz. Noctiluca. Óleo sobre tela 250 cm x 250 cm

No sé si le ocurre a todo el mundo, pero a mí sí: existen ciudades sobre las que tengo hecha una idea sin haberlas visitado. Hace unos meses, cuando decidí ir a Chicago, garabatee la siguiente nota en el reverso de la hoja que acreditaba la compra del pasaje: » Ciudad norteamericana con cara de europeos y legiones de negros y mexicanos. Un río, el Chicago, tachuelado de fornidos puentes levadizos. Barones del crimen y la especulación inmobiliaria a buen paso por las avenidas y trabajo duro, carne de vaca, sexo y blues. En las calles de la zona norte, entorno al Lake Store Blue Drive, huele a aristocracia y el centro, llamado Loop, es sucio y ruidoso como todos los centros de las ciudades de Norteamérica. El ferrocarril parte la ciudad hasta hacerla dolerse con sus chirridos. Pero los huéspedes de los buenos hoteles no tienen noticia de ello, sus alfombras rojas lo amortiguan todo. También habita la mafia en un barrio llamado Cícero y en los guetos negros del sur menudean las bandas criminales. Pero en los Evenstan del norte no ocurre nada de ello, allí huele a perfume de jardín, aunque las caras de sus vecinos recuerdan la crudeza de los millones de vacas sacrificadas con machotas en los corralones del oeste que tan inmensamente ricos los hicieron. Chicago es una gran ciudad americana llena de hombres hechos así mismos centímetro a centímetro».

Ya en Chicago, hablo con Celia, una argentina de padre español que vive en la ciudad desde hace más de treinta años. Comenta muy bajito que «por el sur de la ciudad ha vuelto la mafia (…) que la crisis económica fue muy grande y que el tiempo y la ayuda federal aún no han despejado el futuro». El policía de fronteras mexicano de Chihuahua,»pero que nací aquí, eh», culpa a la crisis de las grandes colas en el control de pasaportes. Sensy, guatemalteca que sirve desayunos en un local del centro y que le «pierden las cookies «, comenta que se lleva a casa «20 dólares  por una mañana de trabajo». Y Simón B.,»letrista de country rock y  homosexual», confirma » que esto es una mierda (…) vivo gracias a la emoción que me producen los garitos de blues y las voces de las mujeres negras mayores». Pero aclara, » No te equivoques, aquí no se suicidará nadie como en Europa y Argentina (?)(…) Cuando decidamos que Chicago ha muerto nos iremos a otro lugar como antes vinimos a esta ciudad de hielo, barro, carne, especuladores, bandidos y blues».

Bien, estos y otros muchos comentarios de ciudadanos de Chicago, luego no pueden ser confirmados por el viajero, pues por lo general no llega a estar en la ciudad del lago más de tres o cuatro días, se aloja en un hotel decente y sigue la vereda que le marca la guía de turno. Y aunque también se oriente por «esa idea» que tiene de la ciudad y los apuntes que sacó a un amigo, tampoco llegará a mucho más. El turista moderno se trae de las ciudades que visita poco más que la postal con la que se promocionan con un comentario al pie que dice «Yo estuve aquí». Claro que puede tener sorpresas como ser atracado o seducido por un beso, y ese desconcierto que produce pasear por otras culturas y el roce con otros temperamentos.

Situada de esta manera la cuestión, diré que la Chicago que he visitado en los albores de mayo es una ciudad hermosa, erizada de rascacielos en el norte y centro y extensa como una Patagonia con vida. La gente con la que traté siempre fue amable y los trabajadores diligentes y eficaces. Como me ocurrió cuando fui a Nueva York, no me sentí extraño. Me reconocí en sus calles, su acento americano imposible y ese español casi susurrado de tantos mexicanos. Como cualquier curioso que se cuela, advertido o no, en un lugar vedado, siempre recibí el alto sin reprensión, sin voces ni amenazas. Y esto, al tiempo que se agradece, dice mucho de la geografía humana de un pueblo.

Chicago también es sus edificios, calles, plazas, bulevares, barrios y distritos. Puede gustar más o menos, pero nada es desechable o execrable (acaso las autopistas que serpentean la ciudad adolecen de la molicie y burricie del cemento y sus excesos). Se percibe que la edificación viene de buena cuna y que han existido en el tiempo autoridades municipales que han sabido cuidarla. Para los legos en arquitectura y urbanismo como yo, debería bastar con la espectacularidad de sus rascacielos para caer rendido por el asombro. Pero esta ciudad dice más. Conviven en un mismo haz de manzanas el edificio que juega con las nubes, el bloque de seis pisos y la casita burguesa convencional. Y nada borra la armonía, no desentona la enorme diferencia de volúmenes, estilos o épocas de construcción. La razón está, creo yo, en que todos los edificios nacieron al cuidado de la calidad de un diseño, el valor de los materiales y algo imperceptible pero decisivo: el amor por la mejor arquitectura de cada momento.

He paseado por diferentes ciudades en las que el rascacielos convive con otras edificaciones y el resultado es espantoso. Sao Paulo o Caracas, en América, o Hong Kong y Manila, en Oriente, son ejemplos de feísmo y fallidos intentos de transformación urbana. Chicago no. En esta ciudad conviven sin roce el cristal con el acero, el ladrillo con el cemento y las resinas. Y algo aún más difícil: los egos desmedidos de los grandes arquitectos del momento no consiguen agredir su skyline con un bodrio supino a pesar de sus feroces batallas por alcanzar récord. En el hotel me encontré con un joven arquitecto valenciano. Viaja a Chicago «para ver». Me recomendó que no dejara de pasear en barco por el río que cruza la ciudad y admirar en todo su esplendor los titanes de nuestro tiempo. Tenía razón: el mejor espectáculo de Chicago se ve desde el agua.

En Chicago también se come, se bebe y de entretiene uno. Pero en este terreno las noticias no son tan agradables. La comida normal es imposible y el vino y la cerveza tienen precios disparatados. Hay numerosos locales con músicas en vivo francamente buenos, pero es recomendable comer y beber en ellos lo mínimo imprescindible para que no te larguen. El ochenta por ciento de lo que se consume viene del pan, la patata, la carne y las salsas. ¡Y en que cantidades!. Las ensaladas son muy caras, un lujo, y una buena naranja puede costar como dos horas de trabajo de una linda camarera. En este terreno, Chicago – como en general la Norteamérica que conozco – tiene un enorme camino por recorrer. Su dieta se arrastra por la cola del mundo. Sólo se salvan del mal comer sus elites a las que tanto imitan la gente sencilla pero no en lo que comen. Cuando España ha dejado de ser tierra de braceros para convertirse en nación de licenciados sin destino, y cuando los toreros van dejando paso a legiones de cocineros, chefs, sommeliers, reposteros y restauradores, bueno sería que reparáramos en la nación de Obama y emigrar (bueno, no, ejercitarnos en «la movilidad exterior», que diría nuestra ministra de empleo, señora Báñez) hasta sus fogones para ayudarles a descubrir que el sentido del gusto y el olfato, la cultura de la conversación y la risa se practica de manera más refinada y saludable utilizando otras viandas y otras proporciones. ¿Han reparado en el tamaño de las hamburguesas americanas ?. Son montañas de grasa embadurnadas de salsas de tomate y otras, además de mostaza, entre hogazas de pan con temple de chicle.

Cuando me dirigía en taxi a Anderson Village, el nuevo rincón gay de la ciudad,  el taxista hizo un gesto con su brazo izquierdo y dijo: «Here is where Alcapone lived» . Y me vino a la cabeza la cara de ratón de Eduardo G. Robinson y ese James Cagney armado de determinación y pistola. También recordé el comentario que me hiciera Celia. ¿Vivirá la mafia como en aquellos tiempos?. En la guía que llevo aparecen como celebridades de Chicago sus mafiosos y atracadores más notables. No me cabe duda de que los grandes editores de la ciudad esperan a que cuajen nuevas leyendas – que aún abrazan las sombras – para inmortalizarlas. Las subprimes hicieron aquí estragos. Por ese lado deberán estar investigando los creadores de mitos.

TERESA MUÑIZ es asturiana pero hecha en Madrid, donde estudio en laEscuela de Bellas Artes de San Fernado, y vive. Crea y enseña pintura desde siempre. La abstración, el color, la determinación y el misterio son los puntales de su obra. Admira algunas de sus pinturas en su web.

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