Alcachofas en la Niebla

Teresa Muñiz. Acrílico sobre lienzo. 120 cm x 120 cm. Año 2011
Fotografía: Teresa Muñiz. Acrílico sobre lienzo. 120 cm x 120 cm. Año 2011

 

Teresa Muñiz. Acrílico sobre lienzo. 120 cm x 120 cm. Año 2011
Teresa Muñiz. Acrílico sobre lienzo. 120 cm x 120 cm. Año 2011

Las inmediaciones de Benicarló son enormes campos de alcachofas en este tiempo. Esas «guerreras de corazón verde», como escribió el poeta Pablo Neruda, lo cubren todo de poderosas tonalidades de berzas agraces que se abren camino entre la espesura cardal de sus enroscadas matas con la seguridad de los ganadores y esa soberbia que proporciona el triunfo.

Nunca pude imaginar tanta feracidad de verdes acerados con lluvia de violetas rayadas hasta que no me detuve frente a una plana inmensa de ellas. Es un espectáculo de troncos, pencas y dentados penachos; un curioso helechal vencido por esas protuberancias forradas de caparazones escamados.

Febrero es el mes de la alcachofa en levante, el momento en que está más tierna. Pero también llega desde Navarra o el Campo de Cartagena. Se vende bien, llena nuestros frigoríficos y se ofrece en los restaurantes. Es barata y fácil de cocinar. Sus recetas son tan sencillas como ella. No necesitan casi condimentos, acaso agua, aceite y fuego.

También es una verdura con historia. Historia modesta como su propia naturaleza pero larga y noble. Como todo lo que aún se mantiene en pie en nuestra cultura, procede del Mediterráneo; de esos campos de aluvión en las desembocaduras de nuestros ríos alocados e inconstantes. Es hija del cardo o prima suya. Se desprendió de su mano y vino a extenderse por los bordes de las veredas que habrían paso a las caballerías y los carros con sus hombres ambulantes. Luego se encaramó hasta las escombreras linderas con los villorrios y de allí la mano del hombre la pinchó en los ribazos de sus huertas. Los legionarios romanos las pisaban en sus cabalgadas y cuentan que los caballos de los derrotados en Munda se alimentaron de ellas en su abandono. La caída del imperio romano las sepultó con la misma niebla que cubrió la historia posterior. Tendría que ser el sol que amanecía en la Italia renacentista quien le prestará un rayo para reconocerlas cerca de las norias monacales. Desde entonces no se han ido de nosotros. Pero han tenido tiempos mejores y peores. En general se las celebra en momentos de abundancia y se las rechaza cuando el hombre tiene poco que echarse a la boca. Ellas no han venido a este mundo para ser alimento sino para limpiarnos y hacernos sanar con su personalidad salvaje.

La alcachofa que mejor reconozco es la modesta planta junto al tapial, la que se pierde entre los patatales del otoño y se hinca por años en los bancales de la huerta. Es menuda y pinchona, violácea por fuera y de un acolchado lechoso el corazón. Se comía hoja a hoja por su peanita tierna y te dejaba las yemas de los dedos negras. Era una verdura sin valor, de la misma categoría que el empedrado de las calles, el tronar de los arroyos y el viento que te encontraba en los collados. Un producto anónimo programado para no ser recordado. Lo contrario al exotismo, vamos. En las cocinas se las trataba como si tal cosa: sin prestarle la más mínima atención. Eran sólo el inevitable producto de la pobreza. No saciaban sino que estiraban la barriga. Eran como el agua fina de la sierra, esa que traspasa con su luz las tripas y llama al hambre.

Cuando definitivamente España llena su panza, es decir, hace cuatro días, algunos se acuerdan de la alcachofa olvidada y sin prestigio y la traen de nuevo a la mesa para que nos depure. Llega junto al agua embotellada, la comida liviana o light, y esas niñas de pierna larga y hueso marcado. Los metrosexuales también la adoptan y los restaurantes de los noventa le abren espacios de privilegio en sus manteles de hilo. Hemos visto grandes reportajes sobre las mejores infusiones de alcachofa y hasta recetas de alcachofa sin alcachofa. Un exceso.

Temo que el vaho de nuestra compañera la crisis vuelva a aborrecerlas como ya ocurriera en otras épocas de penumbra. Aunque no deberíamos preocuparnos demasiado por ellas, pues se arrebujarán en cualquier quebrada húmeda y resistirán hasta nuevo aviso. Están para quedarse hasta que nos trague el diluvio. Aunque no lo creamos demasiado vinieron para sanarnos.

TERESA MUÑIZ es asturiana pero hecha en Madrid, donde estudio en la Escuela de Bellas Artes de San Fernado, y vive. Crea y enseña pintura desde siempre. La abstración, el color, la determinación y el misterio son los puntales de su obra. Admira algunas de sus pinturas en su web.

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