Los Fiscales

No somos pocos españoles los que llevamos algún tiempo sorprendidos por la actuación de nuestros fiscales. El viejo cuerpo nacido de las temibles chancillerías castellanas, resulta que abandona el fru-fru de togas para parecer, en ocasiones, como obra escultural del mismísimo Pablo Serrano: hombre o mujer que rompe la coraza de roca que le apresa hasta convertirse, a base de decisión y furia, en héroe de la justicia, acerado defensor del ciudadano, perseguidor de las principales bajezas humanas: la codicia y el robo; la tortura y el asesinato. Espectadores inquietos de algunas de sus intervenciones en tan variados terrenos, desde la corrupción institucional hasta la seguridad vial pasando por la persecución de ese hombre que no ama (en absoluto) a las mujeres, no es de extrañar que los poderosos de siempre se irriten y comiencen a atacarlos sin piedad. Dicen los que conocen del mundo de los señores del Derecho Penal que éstos son extremadamente conservadores en su gran mayoría. No digo que no, pero en los últimos tiempos atizan en todas las direcciones, también enfilando la adarga contra la derecha, sus variados representantes e incluso sus símbolos y santones. Algo les ocurre. O acaso sea que la delincuencia ha llegado a escalar los más altos palacios en tiempos de tamaña abundancia. Todo pudiera ser. Pero no poeticemos. Dos de las personalidades con mayor notoriedad de este cuerpo, el Fiscal General de Estado, Conde Pumpido, y el fiscal Anticorrupción, Antonio Salinas, llevan prendidas de sus biografías sendas notas con fuego de tatuaje: el primero litigó para implicar a Felipe González en la trama del GAL; el segundo fue nombrado siendo presidente del Gobierno, José María Aznar. Y ahí están. Que ningún ministro, o entornos, cometan tonterías pues empapelados quedan.

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