Honestidad

Las sociedades modernas mantienen con sus políticos una batalla permanente: pretenden que sean honestos y abnegados siempre. Nunca lo consiguen por completo. Muy a menudo la prensa y los juzgados nos dan noticia de sus mangoneos varios. En las últimas semanas el caso Gürtel, que mancha como el aceite al PP, y las numerosas redadas municipales, que implican a todos, mantienen en pleno fragor esta guerra constante en nuestro país. Pero no somos únicos ni los peores. En el Reino Unido numerosos diputados pagan a sus sirvientes y hasta el abono de sus jardines con dinero público. Y al gran Obama se le cayeron hasta cuatro o cinco Secretarios de Estado (ministros en su terminología administrativa)  antes de ser nombrados por mantener enredos con el fisco. Con todo, estas pocerías (aunque no todas) parecen poca cosa comparadas con los grandes saqueos de gobernantes en países atrasados, los que emergen y no digamos con aquellos que padecen de dictaduras. Francia, por ejemplo, duda estos días si poner al descubierto o no las fortunas que mantienen en ese país tres opresores africanos. Pero esta evidencia no tranquiliza a nadie. En los países nórdicos, sin ir más lejos, un político como Camps, el de los trajes, habría dimitido hace meses; y es imposible que un diputado salga imputado por un juez una mañana y vote en el parlamento por la tarde como si tal cosa. Aquí tenemos otro nivel de tolerancia, o tragancia, según se mire. Aunque ello no supone que nuestra sociedad en su conjunto deje de sentir repugnancia por esa clase de políticos. Estas prácticas tienen siempre malas consecuencias para el sistema democrático. Que nadie se extrañe que el descreimiento continúe creciendo en amplias capas de la sociedad. Una clase política honesta es casi tan importante como una sociedad bien formada, o viceversa.

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