Te deja abatido ver durante estos días por los informativos de televisión imágenes de trabajadores airados reclamando a las puertas de una industria francesa: «Los empleos británicos para los trabajadores británicos». Y el corazón se te encoge cuando la cronista desde Roma cuenta cómo Berlusconi y sus chicos han pasado de regular la inmigración a combatirla. Es otro de los efectos devastadores que nos puede traer esta crisis global: el odio al otro extranjero, el reforzamiento del proteccionismo y el auge de los nacionalismos.
Algunos se lamentan por anticipado del destino inmediato de la Unión Europea. Pobre Europa, dicen, de nuevo en puertas de la disgregación. Puede que no sea para tanto. Pero nadie cuenta con argumentos suficientes para poder asegurarlo. La sangría de empleos que nadie puede remediar, Dios sabe en qué puede terminar. En otras épocas cuando las necesidades más perentorias no estuvieron cubiertas, el malestar colectivo se hizo tan insoportable que terminó en huelgas fenomenales, primero, y después con los sistemas políticos hechos picadillo. Los aventureros autoritarios entonces derribaron los gobiernos de no pocas naciones. No creo que estemos ante un escenario similar. Aunque tampoco nadie nos puede ni siquiera argumentar lo contrario.
Cada día que pasa se consolida más la impresión de que esta depresión económica va para largo y el temor de que muchos de nosotros nos quedaremos panza arriba en algunas de las quebradas de esta travesía. No quisiera estar en el pellejo de nuestro presidente, por ejemplo. Pero ése es un sentimiento que no duele, el gran bocado lo produce observar a cientos de miles de parados casi sin esperanza.